Entre pelusas e hilachas

"...la tierrita se preparaba a recibir nuestros sueños de menudos jugadores...".

Con una ramita, el más grande dibujó en el suelo un círculo y sentenció: "Ésta será la troya". Habíamos incorporado, para siempre, una nueva palabra a nuestro rudimentario vocabulario de pocos años. En la troya cada jugador puso dos "balitas", como siempre se las denominó en San Juan y todos tomaron distancia similar del círculo casi lleno de redondas y codiciadas pelotitas. "Primero jugaremos con las plomas y luego con las ojitos", dijeron. Plomas eran las balitas rústicas, las más baratas, hechas de cemento y arena fina, no siempre perfectamente redondas y pintadas de diversos colores opacos. Las codiciadas eran los ojitos, redondeles de vidrio de diversas tonalidades y tamaños; las más grandes se utilizaban para "tinquear", término que expresa la acción de colocarse la balita tinqueadora entre el dedo gordo y el índice que la abraza hacia aquel para poder impulsarla con fuerza hacia delante, cuando los dedos se sueltan.


Un ojito tenía el valor de varias plomas, eso en el almacén o en el intercambio entre los chicos. Por eso, los más humildes sólo tenían plomas y podían jugar únicamente con quienes se encontraban en esa condición, como en la vida; esas igualdades que nivelan hacia abajo.


¡Cómo olvidar mi primera compra de balitas en el almacén de Don.....! (¿cómo es que se llamaba...?). "Deme diez plomas y un ojito grande, para tinquear". Y así nos fuimos al campito de atrás de aquella humilde casa del barrio Rivadavia, donde -ya de hombre y a la distancia- me di cuenta del "... grillo de las primaveras que no canta más" y "el paso de las golondrinas que no volverán". Convocamos a algunos chicos y les propusimos el juego. "Yo hago la troya", dijo uno. "Juguemos con plomas", les dije (no tenía otras). Dejé dos plomas en la troya, los demás me siguieron; el redondel se llenó de murmullos multicolores que sólo nosotros oíamos, le apunté y no saqué de allí ninguna; otro apuntó con fuerza y tampoco nada ocurrió, el más grande vio mi ojito cerca y le apuntó; yo no sabía que eso estaba permitido; en su mano tenía un "acerín", robusta arma que en rigor era un bola de rulemán; y antes que pudiera reclamarle por la desigual pelea, disparó. El aire se heló ese atardecer tostado y terroso; unas cuyanas asentadas a unos metros estallaron como flechas que perforaron el azul infinito; mi corazoncito de pocos años se turbó expectante; la feroz bola de acero dio en el blanco y mi ojito adquirido esa mañana se partió en astillitas de luz, de arco iris herido, de resplandores derrotados, de lágrimas repartidas en la tarde que con mi congoja se retiraba. Entre pelusas e hilachas, apreté en mi bolsillo las plomas que me quedaban y corrí a mi casa, apretando en la neblina de mis ojos el debut de nueva pena.

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