Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus servidores a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: “Mi banquete está preparado, y todo está a punto; vengan a la boda”. Pero ellos, sin hacer caso, se fueron uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los siervos, los maltrataron y los mataron. Luego dijo a sus servidores: “Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”.  Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron. (Mt 22,1-14).

 

 

El aspecto del misterio de salvación que Jesús quiere destacar con esta parábola es el de la llamada y su respuesta. Éste es el concepto que más se repite: "El rey envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda". Aquí hay una redundancia: envió "a llamar a los llamados". Pero éstos "no quisieron venir". Esta respuesta debió producir impacto en el auditorio: ¡Nadie se explica este rechazo! El rey entonces pacientemente envió otros siervos a insistir, encargándoles destacar las bondades de su banquete e imprimir a su llamada una cierta primacía: "Digan a los invitados: Mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; vengan a la boda’”. ¡Les está rogando! Pero se produce lo increíble: “Ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron”. En esta respuesta no sólo hay desprecio, sino abierta hostilidad. Es una provocación. A menudo se compara el Reino de los cielos como la alegría de un banquete (cf. Ap 19,6-9). Los primeros invitados fueron el pueblo de Israel. Pero ellos no lo consideraron una dicha y rechazaron la invitación. El banquete estaba a punto. Entonces van a ser invitados los otros pueblos. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales.

 

 

Es instructivo observar cuáles son los motivos por los que los invitados de la parábola se negaron a venir al banquete. Mateo dice que ellos “no hicieron caso” de la invitación y “se fueron uno a su campo, el otro a su negocio y los otros agredieron a los servidores”. Los tres tienen algo “urgente” que hacer. ¿Y qué representa en cambio el banquete nupcial? Este indica los bienes mesiánicos, la salvación conseguida por Cristo, y la felicidad sin fin. El banquete representa, por tanto, lo más “importante” en la vida; es más, lo único importante. Está claro entonces, en qué consiste el error cometido por los invitados: han abandonado lo importante por lo urgente, ¡lo esencial por lo contingente! Ahora bien, éste es un riesgo tan difundido e insidioso, no sólo en el plano religioso, sino también en el puramente humano, que vale la pena reflexionar un poco sobre él. Por eso es que, con frecuencia ha desaparecido la alegría de nosotros. Al sustituir lo importante por lo urgente, hemos descentrado la vida corriendo el riesgo del “mareo” permanente. Dios quiere que todos seamos felices y testimoniemos la alegría de vivir, aunque vivir implique recorrer un camino arduo.  La sabiduría del personaje de Mafalda dice: “La vida es linda.  Lo malo es que muchos confunden lindo con fácil”.  Recuperar el optimismo implica reconocer que no hemos sido creados para la tristeza.  Si llegamos a ser pesimistas por cinco minutos; esos son cinco minutos perdidos. El pesimismo no ha sido creado por Dios, sino inventado por los hombres. Sólo deberíamos bajar los brazos para atarnos los cordones de los zapatos.  El dueño de una gran fábrica de calzado envió a dos ejecutivos de la empresa a África en busca de nuevos mercados.  Luego de algún tiempo regresaron e informaron al propietario de la empresa.  El pesimista dijo: “No hay ninguna posibilidad de venta: allí nadie lleva zapatos”.  En cambio, el optimista señaló: “Hay enormes posibilidades de ventas.  Allí nadie tiene zapatos”.  Hay un ejemplo maravilloso de Angelo Giuseppe Roncalli, o San Juan XXIII, ese gran pontífice canonizado por Francisco.  Nunca perdió el buen humor ni la serenidad, por más dificultades que encontrara en su labor.  Su secretario privado indicaba días previos a su canonización, que no sólo jamás agredió a nadie con sus palabras, sino que nunca lo vio alterado.  Siempre mantuvo la calma frente a graves problemas. De él son estas máximas: “Sólo por hoy buscaré vivir el presente, sin querer resolver todos los problemas de mi vida en un solo instante.  Sólo por hoy seré feliz, con  la certeza de que he sido creado para ser feliz no sólo en la vida eterna sino en esta vida”.