Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?". Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán (Lc 20,27-38).


El mes de noviembre comenzó con la solemnidad de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos. En esas dos ocasiones la liturgia nos ha recordado que nuestra vocación es la de un llamado universal a la santidad, y al mismo tiempo nos ha hecho meditar sobre la realidad final de la vida: el Cielo, la vida eterna, el abrazo de Dios que nos ha amado desde el instante mismo de nuestra existencia. Todas las expresiones que recitamos en el Credo están cargadas de verdad. Quizás las repetimos un poco de modo mecánico, sin considerarlas con convicción explicita. La Iglesia que es una maestra experimentada y conoce que somos distraídos, domingo tras domingo nos hace repetir y repasar los artículos de la Confesión de fe. Hoy, en las lecturas, se nos recuerda uno de los últimos, pero sumamente relevante: "espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". Es providencial que este llamado de atención sea propuesto en este mes de noviembre, en que recordamos a los seres queridos que compartieron nuestra peregrinación terrena y que no están más visiblemente entre nosotros. Nuestros difuntos no son personas que hemos perdido para siempre y a quienes no las veremos más, sino seres amados con los que un día nos volveremos a encontrar en la plenitud de la vida y del gozo sin ocaso.


San Ignacio de Loyola afirmaba que una de las reglas para hacer una elección, es aquella de imaginarse a uno en el momento de la muerte y mirar desde allí la propia vida: "voy a morir, y entonces, me preguntaré qué criterio y medida hubiera querido tener en ese momento de elegir". Ignacio está evocando una larga tradición espiritual que ha visto en la meditación sobre la muerte un válido ejercicio para reconocer el sentido más profundo de la existencia.


Hay dos modos de mirar a la muerte: la primera consiste en observarla como el final trágico de la propia vida; el límite de una existencia que corre el riesgo de quedar sin sentido. Es la mirada mezquina que lleva a pensar que en el fondo es inútil fatigarse en esta vida. La muerte sería un "absurdo". José de Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, hombre que él mismo se declaró ateo, afirmaba lo siguiente: "No me preocupa la muerte: me disolveré en la nada". Pero a su vez, en su novela "Las intermitencias de la muerte", publicada en 2005, deja traslucir a lo largo de ella, una reflexión sobre el miedo a perder la vida. Por algo, el escritor francés André Malraux (1901-1976), decía que "la muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida". 


La otra forma de observar la muerte es contemplarla como el umbral a atravesar para continuar la vida para siempre. No es un fin, sino un confín. Puede parecer extraño, pero nuestra fe, como dice san Pablo, se juega en esta mirada, porque de ello depende el modo en que cada uno vive. Lo escuchamos en la primera lectura de este domingo, del segundo libro de los Macabeos, (siglo II aC), en la respuesta que dan los hermanos al tirano idolatra y perseguidor: "Tú, malvado, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna... Es preferible morir en manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por él". Decía Jorge Luis Borges: "La muerte es una vida vivida, y la vida es una muerte que viene". Podemos añadir, y luego que viene la muerte, se traspasa el umbral hacia una vida que no fenece. 


Y hay que aclarar que la eternidad no es mediocridad. Mediocridad es acostumbramiento. A la eternidad la imaginamos a veces como duración, no como intensidad. Y es "intensidad". Al decir del teólogo ítalo alemán Romano Guardini (1885-1968), "La eternidad no puede ser sustracción de vida, sino adición. No es resta, sino suma". 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández