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Una recreación artística de la sesión del cabildo en San Juan. El 7 de julio de 1810 se comunicaron los acontecimientos sucedidos en Buenos Aires con la Revolución de Mayo.

Los historiadores coinciden en que, a comienzos del siglo patrio, 1800, San Juan era un núcleo urbano de pocas cuadras, con calles y veredas estrechas, sin árboles y sin acequias externas, de caserones de adobe, con grandes quintas y huertos dentro del área urbana, rodeado de tapias bajas, y atravesados por las acequias que servían para riego y para llevar agua a las casas. En el libro "Así era San Juan cuando nació la Patria", se detalla que las viviendas de los primeros tiempos y hasta muy avanzado el siglo XVIII eran ranchos de adobe o quincha, o sea paredes de caña y barro, con techos de palos atados con tientos y torta de barro. Para la profesora María Julia Gnecco, el mobiliario era escaso, una mesa de algarrobo con algunas sillas con asiento de cuero, las petacas de cuero para guardar la ropa o los enseres domésticos, y una cama rústica, también de madera y cuero.

Pero luego fueron apareciendo los grandes caserones de las familias más notables. Estaban "inspirados en la planta de la casa romana con dos patios y un huerto" y la amplia y claveteada puerta de algarrobo daba acceso a un zaguán donde aparecían dos habitaciones que eran una novedad: el escritorio de un lado, del jefe de familia, donde atendía los negocios y del otro la sala, con mobiliario encargado de Europa o a veces de un país americano introducidos por el Río de la Plata y tradicionalmente por Chile, como las sillas y sillones tapizados, mesas de arrimo. Los patios estaban adornados con macetones con flores, el comedor de visitas, los aparadores para guardar la vajilla de plata labrada: vasos, platos, fuentes, cucharas, cucharones y cuchillos con mango de plata y en algunos casos con aplicaciones de oro. Una amplia mesa, con bancos laterales y sillas en la cabecera, donde ordenadamente se sentaban los dueños de casa y en el otro extremo el huésped. Las amplias cocinas-comedor eran muy comunes y allí se desarrollaban quizá los momentos más importantes de la vida cotidiana.

Y hay un retrato de aquel San Juan colonial, especialmente sorprendente gracias al pincel de Margarita Mugnos de Escudero, en su memorable trabajo sobre la Cultura en San Juan entre 1810 y 1862: "Pequeña ciudad polvorienta acuciada por el desierto contra los meandros del río y vigilada por la enigmática montaña. Ciudad niña dormida en el regazo de noches sin ruidos, desperezándose al alba con los maitines de sus campanarios recogiéndose al anochecer con el toque de oración que dilatase desde el poblado hasta los higuerales y viñedos de extramuros y tiende sobre la pequeñez de las ocupaciones materiales el latido de la vida espiritual. Como muerta en invierno, bajo el helado Sur, cuando la vida se concentra junto a los braseros y fogones. Alegre en verano con el ajetreo de la vendimia, con la recolección de granos y preparación de frutos para llenar los trojes y despensas. Tal la ciudad de San Juan en 1810. Y como ella, sencillo, austero, laborioso, sin complicaciones, sin grandes ambiciones, el pueblo que acudió expectante el 7 de julio al llamado de la campana del Cabildo".

Es que las noticias llegadas de Buenos Aires produjeron en algunos habitantes regocijo, en otros, terror de quien sabe qué peligro o añagaza los jóvenes criollos vibraron agitados por el orgullo, la fe en un luminoso porvenir, ternura inusitada hacia el pedazo de suelo natal, capacidad de sacrificio por algo alto, en fin, por todos esos matices que forman el complejo sentimiento de patriotismo; pero el espíritu conservador cayó entenebrecido por el cerrajón de vaticinios trágicos. Acaso intuyó la anarquía, el destierro, el caos, el martirio. Pero el silencio lúgubre, lleno de reticencias, del núcleo conservador no pudo enfriar el entusiasmo de la juventud pujante e idealista dispuesto a darlo todo por la conquista de una patria independiente.


La ciudad que hasta entonces había vivido y crecido apaciblemente, que había perfeccionado sus industrias derivadas de la patriarcal agricultura y adquirió cierto lustre por el roce que el movimiento comercial impone, que trocaba sus productos por comodidades y por cultura para sus hijos, iba a ver cómo esos hijos, los privilegiados que pudieron instruirse en la colonia, serían después, como dirigentes, los encargados de redimir al pueblo. 


Al ensanchar su visión y perder prejuicios, adaptándose de inmediato al ambiente de otra era, esos hombres esclarecidos cumplirían la alta misión de borrar diferencias en una sociedad que se engreía de sus pergaminos y abroquelaba sus prebendas. Y en la lucha que se empeña, son ellos los que se habían formado en seculares colegios de real origen, quienes esparcen luces a manos llenas a fin de que las nuevas generaciones logren el ideal democrático de la revolución".

Por Luis Eduardo Meglioli 


Periodista. Autor del libro "Así era San Juan cuando nació la Patria" (Cícero Ediciones, 2010)