Les dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: "¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un pozo? Un discípulo no está por encima de su maestro. Todo discípulo, después de que se ha preparado bien, será como su maestro. ¿Y por qué miras la basura que está en el ojo de tu hermano, y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: 'Déjame sacarte la basura que está en tu ojo, cuando tú mismo no ves la viga que está en tu ojo'? ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu ojo y entonces verás con claridad para sacar la basura que está en el ojo de tu hermano. No hay árbol bueno que produzca fruto malo, ni a la inversa. Pues cada árbol por su fruto se conoce. Porque los hombres no recogen higos de los espinos, ni vendimian uvas de una zarza. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca" (Lc 6,39-45).


De la última parte del discurso que brinda Jesús después que bajó de la montaña con los Doce a quienes constituyó en apóstoles, Lucas ha recogido varias frases, palabras e imágenes que afecta la vida de los creyentes en la comunidad. Jesús los había enviado, también para advertir sobre el comportamiento religioso de algunos escribas y fariseos que aparecían en escena. Pero el evangelista los actualiza y los presenta como advertencia para que no se den en ámbito de la Iglesia. Estas frases cortas se expresan a través de acoplamientos: dos ciegos: discípulo y maestro; dos árboles; dos hombres, dos casas. Este estilo pertenecía a la técnica de retórica oral, dirigida a facilitar la impresión de las palabras en la mente de los oyentes. La primera lección surge de una pregunta: "¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?" La advertencia es obvia, pero ¿a quién va dirigida? A todo discípulo que al no reconocer sus propias incapacidades ni sus errores, tiene la pretensión de querer enseñar a otros. Sin embargo, también está dirigida a los "guías" de la comunidad cristiana; a aquellos que tendrían que tener autoridad y no la tienen porque están cegados por el poder y la ambición que les da un cargo o un título. Cada uno es tentado de amonestar, corregir y enseñar a otros lo que nosotros no vivimos. Muchos de los pecados que advertimos en los demás, los llevamos nosotros dentro. Al denunciar las fallas de los demás, nos estamos defendiendo de la conciencia que nos condena, y ni siquiera las reconocemos como propias. Necesitamos una gran capacidad de autocrítica; un ejercicio cuidadoso para examinar la propia conciencia; saber cómo reconocer el mal que anida en nosotros sin espiarlo con morbo en el otro. San Juan XXIII, con su habitual simplicidad y sabiduría hacía notar que mucha gente de Iglesia, en el momento de la celebración eucarística, cuando se nos invita a arrepentirnos de nuestras miserias y rezamos el "Yo confieso", golpeándonos el pecho, desearían golpear el pecho de los otros y gritar con satisfacción: "Por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa". No es así como podemos ayudar a los hermanos. La corrección fraterna sólo es posible en un contexto de gran amor por la verdad, pero en un clima de verdadera humildad. En efecto, sólo el humilde sabe corregir al otro con la dulzura de Dios; sólo el humilde sabe corregir sin mortificar. Los santos son severos con sí mismos e indulgentes con el prójimo. No viven la hipocresía.


Luego sigue una referencia al maestro y a su discípulo. De acuerdo con la tradición bíblica, el alumno aprende no sólo de la boca de su rabino, sino compartiendo su vida con él, en una actitud humilde que no presume de autosuficiencia.


En la Iglesia el pecado de la envidia es una miseria que menosprecia personas y destruye comunidades. "La envidia es el homenaje que la mediocridad le rinde a la virtud": cuánta verdad en esta frase del escritor y filósofo francés.


François La Rochefoucauld (1613-1680). Por algo Napoleón I afirmaba que "la envidia es siempre una declaración de inferioridad".


En cuanto a corregir las debilidades del prójimo, Jesús se vuelve exigente. También en la vida eclesial, la corrección no debiera ser la manifestación fingida de una verdad que humille al otro, sino gracia que cause conversión, perdón y reconciliación. En vez de separar debe favorecer siempre la comunión. El problema es que lo que vemos como viga en los demás, lo sentimos como "basurita" en nosotros.