En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Éste es el Cordero de Dios.» Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Él se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscan?». Ellos le contestaron: «Rabí, ¿dónde vives?» Él les dijo: «Vengan y lo verán». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías».Y lo llevó a Jesús. Él se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que se traduce Pedro» (Jn 1,35-42).

En este momento, el Bautista percibe que su misión finaliza. Ha llegado la hora de dejar el lugar al Mesías. Lo ha proclamado con todas sus fuerzas y lo había indicado como camino a seguir.  Había dicho: “Detrás de mí viene uno al cual no soy digno de desatarle la correa de las sandalias” (Jn 1,27), y “es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30).  Ahora invita a que lo sigan a Jesús, diciendo: “Es el Cordero de Dios”, que en arameo “Taljá”, significa “Cordero” o “Siervo”. Es el Cordero manso, que como dice Isaías, “será conducido al matadero” (Is 53,7), muriendo para salvar “con su preciosa sangre, como cordero sin defecto y sin mancha” (1 Pe 1,19).  Dos discipulos de Juan, siguen ahora a Jesús.  No dejaron escapar al Maestro. San Agustín repetía: “Timeo Iesum transeuntem et non redeuntem” (Temo al Señor que pase y no vuelva). Fijaron la mirada en Jesús.

Se emplea aquí el verbo griego “emblèpas”, que expresa un mirar intenso y penetrante.  Deberíamos rezar con el salmista: “Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley. Desvía mis ojos de lo vano” (Sal 118, 18.37), y decir con certeza: “Mis ojos están fijos en el Señor” (Sal 24,15).
El evangelio de Juan se inicia, no con una afirmación, sino con una pregunta.  Jesús interroga: “Qué buscan?”. Volverá  a formular esta pregunta en Getsemaní, a los soldados: “A quién buscan?”, e igualmente junto al sepulcro, a la Magdalena. El “qué” buscan se transforma en “a quién”, pero la pregunta es siempre la misma.  Me viene en mente lo que señala el salmista: “ A los que buscan al Señor, no les falta nada” (Sal 33,11), o “Feliz el que busca al Señor con todo el corazón” (Sal 118,2).

Los discípulos preguntan: “Dónde vives?”.  No es una curiosidad geográfica.  Jesús les dice: “Vengan y vean”, que en el cuarto evangelio son expresiones técnicas para indicar la llamada y la respuesta del discípulo.  Se quedaron con él aquel día, y eran las cuatro de la tarde. Se trata de la hora llamada “decima”.  Filón de Alejandría uno de los filósofos judíos más importantes del siglo I,  afirmaba que es “la hora perfecta del mundo”. Es la hora del cumplimiento, en que se concluye la búsqueda y se produce el encuentro.  Fue el momento en que los discípulos hallaron plenitud de felicidad.  Habían descubierto al que daba sentido a sus “horas”.  Salieron de allí con el deseo de contagiar a otros para que se encontraran con Jesús.  Andrés le comunica a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías”.  Es que lo que se vive con pasión se anuncia sin dificultad, y si uno no lucha por lo que ama, no debe llorar por lo que pierde. El evangelio de este domingo, que es el del discipulado, se resume en tres verbos: buscar, seguir y vivir. Pero hay aún un verbo más: salir.  El llamado, una vez que ha encontrado, es urgido a salir, para como Jesús, redimir y salvar.  Hay un testimonio impresionante de una laica voluntaria católica italiana, doctora en jurisprudencia, que se fue a Somalia.  Antes de esto, quiso estudiar medicina para ayudar a los tuberculosos, enfermos de HIV, realizando luego campañas en contra de la mutilación de los genitales femeninos y en escuelas especiales para niños de diferentes capacidades. El 5 de octubre de 2003 fue asesinada por un somalí armado, perteneciente a un  grupo terrorista en el hospital de Borama que ella había fundado para tuberculosos.  Ella decía: “En toda la vida no hay nada más importante que inclinarse, para que otro, tomándose de tu cuello, pueda levantarse”, y “si Dios me da vida, debo ir lejos, allí donde nadie quiere ir”. Es que el apostolado implica pies para salir y manos para levantar y ungir.  En mayo de 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, una bomba destruyó una parroquia en Alemania, y al crucifijo que presidía el altar le mutilaron sus brazos.  Pero al reconstruirla, un soldado colocó el mismo crucifijo sin manos, y con esta inscripción: “Ich habe keine anderen Hände als deine”.  Es decir: “Ahora no tengo otras manos que las tuyas”.