Uno de la multitud le dijo: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia". Jesús le respondió: "Amigo, ¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?". Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas". Les dijo: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'. Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años, descansa, come, bebe y date buena vida'. Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?' Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios". (Lc 12,13-21).


El texto que Lucas nos presenta hoy es de un sorprendente realismo. La más elemental sabiduría y el sentido común se encuentran frente a un pensamiento obtuso. El interlocutor anónimo de Jesús pensaba que él era un doctor (en griego: "nomikòs") experto en cuestiones jurídicas, capaz de resolver el tema de la herencia. El problema central aquí no es el de "cómo" dividir la herencia, sino el de "dividirla". En el derecho judaico se establecía que el hijo mayor heredaba todos los inmuebles y el resto de los hermanos debían contentarse con la sola partición de los bienes muebles paternos. Lo que busca este "hombre de la multitud" es que Jesús convenza a su hermano de compartir la tierra del padre para poder él casarse e iniciar una nueva vida. Se trata de un deseo legítimo y de una polémica siempre actual. Cuántas veces las cuestiones hereditarias envenenan a las familias. El Señor no acepta la propuesta de enfrentar a un hermano contra otro. Rechaza convertirse en árbitro respecto a mezquinas cuestiones de intereses entre las personas. Con la advertencia: "Cuídense de toda avaricia", desea dar a entender cuál es la equivocación de ambos hermanos.


Antes de meditar sobre la misma, cabe señalar la premisa necesaria para entender las lecturas de este domingo. En la primera de ellas, extraída del libro del Eclesiastés, se nos presenta una especie de antífona que puede parecer pesimista y nihilista. "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". El término "vanidad" traduce el vocablo hebreo "habel/hebel', que significa: soplo, vapor, humo, viento, nada. Este "inmenso vacío" penetra también en las riquezas que el hombre considera como un indestructible fundamento sobre el cual edificar el propio futuro de felicidad y de vida. En la parábola es presentado un hombre rico que ha tenido una cosecha abundante, pero hay algo que impresiona: no hay nadie alrededor de él. Ningún nombre, ni rostro, nadie en su casa, ninguna persona en su corazón. Es rico y se encuentra en el centro de un desierto. La riqueza mal usada crea un desierto de relaciones auténticas; las cosas sofocan los afectos verdaderos. Un hombre solo e infeliz, porque la felicidad depende de dos cosas: nunca puede ser solitaria y siempre debe ser solidaria. Es que está relacionada a la generosidad como expresión de la gratuidad y del don. El corazón solitario se enferma y aislado se muere. El hombre el evangelio repite continuamente un único adjetivo "mío": mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes, mi alma. La obsesión por lo mío. Las cosas dominan su futuro y su vida gira alrededor de ellas. Vivir de este modo es un lento morir. Este hombre "razonaba para adentro". Lo suyo es un monólogo. No tiene interlocutores. Está solo consigo mismo. No habla ni con Dios a través de la plegaria, ni con los otros a través de las obras de misericordia. Por eso es necio.


Cierto día un visitante llegó a la celda de un monje en el desierto. Conversando le preguntaba, "¿cómo es que tienes tan pocas cosas en tu celda: un lecho, una mesa, una silla y una vela?". El monje le preguntó a su vez: "¿por qué llevas tú tan solo una mochila?". "Porque estoy de viaje", dijo el peregrino. Y el monje añadió: "Yo también estoy de viaje". Frágil y precaria es la vida, pero no porque termina sino porque siempre se encuentra encaminada hacia la eternidad. En esta migración hacia la Vida plena, desprendimiento y libertad se constituyen en el equipaje necesario para redescubrir la belleza del mundo y la bondad de las cosas; para saber cómo usarlas sin necesidad de que ellas nos posean. 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández