En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.Acercándose a ellos, Jesús les dijo:«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado.Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,16-20).

En este día, la Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos y se nos propone para meditar la conclusión del evangelio de Mateo.  Quisera detenerme en una frase muy simple: “los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado”. La cita es sobre un monte.  Los montes son como el dedo índice apuntando hacia el infinito. Según Mateo sólo María de Magdala y la otra María, después de haber encontrado la tumba vacía, habían visto a Jesús, el cual las había saludado con el don mesiánico de la paz” “Shalom” (Mt 28,9).  Luego les había ordenado ser mensajeras del anuncio pascual frente a los apóstoles: “No teman.  Vayan a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán” (Mt 28,10).  Los discípulos intimos de Jesús, habiendo escuchado ese anuncio de parte de las mujeres discípulas, siguieron putualmente aquel mandato.  Es así que el grupo de los doce, reducido a once porque Judas desertó, vuelve a las calles de la Galilea de los gentiles, tierra periférica, habitada por hebreos y paganos, ámbito cosmopolita.  Jesús deja en la tierra un balance deficitario: le han quedado sólo once hombres temerosos y confundidos, y un pequeño núcleo de mujeres tenaces y con coraje. Deben ir al mundo, entre los hombres y las mujeres, para afirmar que todos son llamados a la fe en Cristo, ya que desde ahora, como escribe san Pablo, “ya no hay más judío ni griego” (Gal 3,28). Son enviados para dar vida a una comunidad, no más ligada por la carne o la sangre, la lengua o la cultura, sino unida por el lazo de unión en el creer, esperar y amar. Podríamos decir que esos once débiles instrumentos son una “pequeña grey” (Lc 12,32), no encerrada en un recinto ni invadida por el miedo; no auto referencial, sino dispuesta a estar como ovejas en medio de lobos. A ellos les da la misión de hacer discípulos a todos los pueblos. No es un envío para hacer devotos o crear un movimiento de adeptos.  Les quiere decir: “Vayan” a las calles a perfumar de cielo la tierra y las vidas que encuentren.  Sean misioneros de una cultura del encuentro que sepulte la indiferencia.El Papa lo viene repitiendo hace cuatro años: “entre una Iglesia accidentada por salir a la calle y una Iglesia enferma de autoreferencialidad, prefiero la primera”. 

Hoy la Iglesia celebra la 51ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales con el lema “Comunicar esperanza y confianza en nuestros tiempos”.  En su Mensaje el Papa afirma creer que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias». Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. El Santo Padre invita a que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la bella noticia. Hoy es sobre todo, a través de las redes, donde podemos comunicar. Las calles del mundo son el lugar donde la gente vive, donde es accesible efectiva y afectivamente.  Pero entre estas calles también se encuentran las digitales, pobladas de humanidad, a menudo herida: hombres y mujeres que buscan una salvación o una esperanza.  Gracias también a las redes, el mensaje cristiano puede viajar “hasta las Galileas de hoy”.  Una Iglesia de puertas cerradas no es la Iglesia de Jesús. Abrir las puertas de las iglesias significa también abrirlas al mundo de la comunicación digital, tanto para que la gente entre, en cualquier condición de vida en la que se encuentre, como para que el Evangelio pueda cruzar el umbral del templo y salir al encuentro de todos.  Damos gracias a Dios porque el Papa es el hombre que a la Iglesia de Dios le ha dado un rostro humano, tierno y solidario. La comunicación “en” y “de” la Iglesia debiera ser como el Buen Samaritano: llevar calor y encender los corazones. Además, ser un aceite perfumado para el dolor y vino bueno para la alegría.