Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.  Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.  Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas.  Les decía: “El sembrador salió a sembrar.  Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron.  Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer las ahogaron.  Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!” (Mt 13,1-9).

 

Con la parábola del sembrador, Jesús explica el auténtico significado de su misión.  Es como si dijera: sí, yo soy el Mesías esperado. Pero no de la manera ni según el estilo que se imaginan.  No he venido a juzgar, sino a salvar.  No he sido enviado a concluir determinados trabajos, sino a iniciar algo nuevo.  Mi tarea no es sacar conclusiones, sino poner algo en movimiento.  El tiempo que yo inauguro no es el tiempo del juicio, sino la estación interminable de la paciencia.  Mi misión está bajo el signo de la siembra, no de la cosecha.  La parábola de hoy no nos proyecta hacia el futuro, sino que nos sitúa en el presente.  Algunos sostienen que esta es la parábola de la confianza en el resultado final.  No.  Es la parábola de la confianza en los comienzos.  Es la parábola del “alegre inicio”.  No interesa saber cómo terminará y si las desventuras serán compensadas por la gozosa conclusión.  Lo importante es la siembra, no la cosecha.  Lo valioso no es recoger, sino sembrar, y hacerlo con abundancia, sin cálculos mezquinos, sin exclusiones basadas en prejuicios.  Tengo que sentirme atraído también por las piedras y no tener miedo a herirme los pies en ciertos terrenos ingratos.  Tengo que abrirme paso en medio de las zarzas, pagando el justo peaje de los inevitables pinchazos.  La piel, y algo más que la piel, desgarrada por las heridas. ¡Estas son las medallas más gloriosas para un cristiano o para un predicador!  Tenemos que aprender a frecuentar la calle y no sólo las cómodas capillas de los conventos o de las parroquias.  Tenemos que interpelar a los desconocidos, a los indiferentes, a los extraños que no se lo esperan. Es necesario que caigamos en la cuenta de que no tenemos derecho a seleccionar los terrenos y decidir, desde el principio, cuál es el terreno bueno, receptivo, meritorio, el que “ofrece perspectivas alentadoras”.  Para sembrar se necesita una mirada particularmente sensible.  Se trata de vislumbrar posibilidades, no de contar dividendos, sumar ganancias o medir los aplausos.

 

 “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares”, asegura el Salmo 126.  El problema es que, muchas veces, no sólo sembramos, sino que también cosechamos con lagrimas, debido a la decepción de la cosecha.  El Salmo continúa. “Al ir, iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas”.  Desearía corregir esta imagen.  Y precisar que sería necesario aprender a “sembrar cantando”, a echar la semilla con júbilo, no con una desconfianza evidente en el rostro.  Hay que acabar con esta oposición entre las lágrimas de la siembra y la alegría en el momento de la cosecha.  Resulta demasiado fácil alegrarse cuando se cuentan las gavillas o se pesan los kilos de trigo.  Hay que encontrar, en cambio, la alegría en el momento de la siembra, únicamente entonces, sin postergar la cita con la alegría hasta el acto de la cosecha, que tal vez no veremos.  Alegría al descubrir que tendremos el premio, no por los resultados, sino por el trabajo y la fatiga.  Y, sobre todo, por la esperanza.  Alegría en el no ver, o en el ver las manos vacías.  Alegría al constatar la desaparición de la semilla.  Se trata de gozar anticipando la alegría de quien vendrá después de nosotros y tendrá la posibilidad de recoger lo que nosotros hemos sembrado.  Alegría de sembrar en la paciencia y de trabajar para el futuro, no destruyendo desde la envidia.

 

Esta es la parábola del realismo.  Una invitación a no prestar atención a las apariencias.  No se dice que el éxito nos recompense por las dificultades o premie la tenacidad.  Ni que el resultado nos resarza abundantemente las pérdidas.  No.  Aquí el significado es diferente. El resultado está ya contenido en los inicios.  El éxito está ya presente en los fracasos. La cosecha está ya comprendida en la siembra.  Yo diría más: la cosecha es la acción de sembrar.  El sembrador no elige el terreno.  Éste se revela por lo que es después de la siembra, no antes.  Lo importante es aprender que la semilla se pierde sólo cuando permanece en las manos cerradas de un sembrador “razonable”.