En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.  El les respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.  Les dijo también esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña.  Fue a buscar frutos y no los encontró.  Dijo entonces al viñador: ‘Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro.  Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?’ Pero él respondió: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.  Puede ser que así dé frutos en adelante.  Si no, la cortarás” (Lc 13,1-9).


La Palabra de Dios es una incesante llamada a la conversión.  Es el único camino para llegar a participar del ofrecimiento gratuito de la salvación que trae Cristo.  Él nos da tiempo, pero espera una respuesta eficaz.  Quiere ver frutos concretos.  El episodio de los galileos asesinados por Pilato, del cual nos habla el evangelio, no figura en otras fuentes históricas.  Un grupo de galileos muertos era noticia de poco interés para que fuera registrada en los anales de la época.  Sin embargo coincide con la imagen del procurador que nos describe el historiador pagano romano Flavio Josefo, acusándolo ante el emperador de fraude, violencia, robo, torturas, ofensas, ejecuciones sin juicio y “crueldades constantes e intolerables”.  Comparado con los cientos de samaritanos que, solo por querer subir a adorar al monte Garizim, Pilato hizo exterminar en el año 35 enviando sobre ellos un destacamento de caballería y un batallón de infantería, los cuatro o cinco galileos no habían sido gran cosa.  De todos modos, lo de los samaritanos hizo que Vitelio, pro cónsul de Siria, enviara a Pilato a Roma para responder de la matanza ante el emperador Tiberio que, finalmente, destierra a Pilato a las Galias.  Allí termina oscuramente su vida, aunque hasta el fin del mundo tendrá el raro privilegio de ser mencionado en el Credo por todos los cristianos. Es probable que el derrumbe de la torre que protegía la fuente de Siloé, que daba agua al famoso depósito de época monárquica, se debiera también a Pilato, cuando ordenó construir un acueducto para abastecer las enormes necesidades hídricas de Jerusalén.  También en aquella ocasión había irritado a los judíos pues había mandado saquear el tesoro del templo para financiar la obra.

 
Jesús podría haber aprovechado ambos incidentes para lanzar una encendida diatriba nacionalista y, sin embargo, hace elevar la mirada de su auditorio a razonamientos más profundos.  Jesús va más allá.  Al mismo tiempo que descarta la teoría de las desgracias como castigo de Dios en esta vida, relaciona sin más nuestros actos con nuestro triunfo o fracaso definitivos. “Os aseguro que si no os convertís, todos acabaréis de la misma manera”.  Jesús ve los acontecimientos, no desde la perspectiva inmediata de los bienes perecederos que podemos usufructuar en el rápido transcurrir de esta vida, sino del destino eterno al cual nos llama en su evangelio. Y triunfo o fracaso definitivo digo, que no castigo, porque también aquí Dios nos pone claramente las reglas de juego: el que quiera acceder a la vida tiene que libremente aceptar su oferta de amor.  El no nos castigará si la rechazamos, pero en ese mismo rechazo que es nuestro, sin que El intervenga, está nuestro castigo.

 Rechazo que Jesús, reflejando el dolor de Dios, llora hasta el fin de la historia de los hombres clavado en la cruz.  De allí, a la vez que la urgencia, la paciencia de Dios.  La paciencia, que es la más heroica de las virtudes, y tiene más poder que la fuerza. Era sabido que un judío practicante debía permitir que cualquier árbol estuviera plantado al menos durante nueve años: tres para que creciese hasta poder dar frutos; otros tres durante los cuales no se podía recoger fruto alguno, y tres más para cosecharlo.  La higuera de la parábola ya está en su noveno año, y aún se niega a dar nada a su dueño.  El viñador, sin embargo, le pide un año de gracia: removerá la tierra y la abonará.  ¿Cuántos años de vida tenemos? Nueve años, veinte años, cuarenta años, noventa años.  Dios nos deja aún plantados en este mundo, para que le demos la respuesta de amor.  Nos esperará.  ¿Y quién sabe el tiempo que Dios ha fijado de paciencia para cada uno de nosotros? De allí su urgencia para que cambiemos.  Dios nos espera, ¿hasta cuándo retrasaremos la respuesta? Cuaresma es el tiempo propicio para la respuesta.  Animémonos a darla.