Jesús dijo a sus discípulos: "Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes'' (Jn 16,12-15)


Después del tiempo pascual, que concluyó el domingo pasado con Pentecostés, la liturgia ha vuelto al "tiempo ordinario''. El período pascual culminó con la fiesta del Espíritu Santo. A partir de esa celebración, la liturgia prevé tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima Trinidad; el domingo próximo, el "Corpus Christi''; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir, respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.


La solemnidad de hoy, domingo de la Santísima Trinidad, recapitula la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales. La mente y el lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino viviéndolo en su propia existencia con profunda fe. La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: "Yo te bautizo, dice el sacerdote, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo''. El nombre de Dios, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos. El teólogo Romano Guardini, a propósito del signo de la cruz, afirma: "Lo hacemos antes de la oración, para que nos ponga espiritualmente en orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración, para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado. Esto abraza todo el ser, cuerpo y alma, y todo se convierte en consagrado en el nombre del Dios uno y trino''. Por tanto, en el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está contenido el anuncio que genera la fe e inspira la oración. Jesús nos reveló que Dios es amor "no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia'': es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente. Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo: nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias; como el micro-universo: las células, los átomos, las partículas elementales. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el "nombre'' de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se transparenta en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad. La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su "genoma'' la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor. El desafío de toda comunidad humana está en asemejarse a la divina: que la diversidad no anule la unidad sino que la potencie y la ahonde aún más. La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.