No sé si aún hace ese recorrido, aunque en mi mente se exhibe nítido aquel camino de todos los días por donde el ómnibus levantaba polvareda, niñez adentro en la nostalgia. Calle Sarmiento de entonces, enripiada y angosta, camino que se nos hacía extenso y que hoy, a años luz en el recuerdo, descubro que es ahí no más, en el corazón de Desamparados, Circunvalación al costado.
Al alcance de la mano se me revelan las noches de los fríos San Juan y San Pedro, excitadas a fogatas y griterío de niños.
En la casita humilde de uno de los rincones del barrio -sin saberlo- comienzo a diseñar en ritmo de corazón de niño lo que luego sería el vals "Romance de mi niñez, que años después habla de todo esto con palabra de hombre.
Yo tomaba la calle central y llegaba hasta la entonces calle Correa, con el puñito que guardaba celoso los cinco pesos que me daba mi madre para comprar la carne. Aquel carnicero heroico del final de la calle cortaba los huesos a mano, con una larga cierra que hasta podía seccionar las invulnerable chiquizuelas; pero había días en que la "feria franca" nos ofrecía en plena calle carne más barata, aunque más dura, y allí llegaba con el mismo puñito cerrado. Un día, no sé cómo, perdí el dinero del encargo, ese símbolo del escaso sueldito de mi padre. Fue uno de esos dolores que me quedó hasta hoy en el alma.
Las viñas de El Globo respaldaban mi casa, extensa prolongación de sueños labradores que hoy se han convertido en barrios enormes que han arrasado con la vieja cancha de El Globo, donde con mi padre sufríamos tras los alambrados de cuadrados agujeritos acerados, por los cuales colgábamos con manitos heladas la angustia del gol escapado.
Un día de agosto, un volantín azul se desprendió del hilo y subió hasta el cielo amoratado. Muchos años después, en parecido agosto, mi joven padre hacía lo mismo. Al volantín lo buscamos varios días por los hornos de ladrillo que daban al oeste, en vano, estaría en el cielo. Al sueño de mi padre lo seguimos buscando por azules cumbres, amor y la nostalgia de por medio.
Un día, alguno de nosotros contrajo una enfermedad eruptiva. Jamás olvidaré aquella imagen de tres médicos en el patiecito de la casa analizando con preocupación el caso. Por la entrada del barrio veo venir el Ford 40 (creo que color té con leche) de mi tío Antonio, aquel magnífico poeta que dio esta tierra. Viene a llevar a la familia a dar una vueltita, como habitualmente lo hacía; e inunda la casa con su humor y gesto de patriarca bueno.
La troya dibujada en la vereda de tierra, ha quedado semi borrada; pero las balitas de bolsillos flacos la buscan en recovecos del viento. Pasa un afilador lívido enarbolando el grito de su flautín, y las comadres salen a su encuentro. Todo eso y mucho más, es carne de nosotros.
