La pandemia global es una fuerte prueba, de la que aún no salimos. No en el sentido, por ejemplo, de que Dios quisiese "probarnos" en cuanto a fidelidad o conducta. No. Ni mucho menos pensar en un "castigo" que Dios quiera darnos porque no hemos sido mejores. La prueba, como se ve en la experiencia del Éxodo del pueblo israelita, se caracteriza por la alternancia de presencia y ausencia, día y noche, gratitud e impotencia, espera e impaciencia, gracia y fatiga. Las preguntas se multiplican, si queremos: ¿dónde está el Dios que nos cuida? ¿Es confiable el Dios de quien decimos es Providente? Se nos pide fiarnos del Señor que acompaña los momentos duros y no perder la memoria de los dones recibidos en tiempos difíciles. Las pruebas no van más allá de nuestras fuerzas. Confiemos en Él. 


La experiencia del coronavirus ha desmantelado la fe inquebrantable -casi ciega- que desde el siglo XIX se le ha concedido a la ciencia y a la técnica. La evidencia ha mostrado que el extraordinario progreso es un gigante pero con pies de arcilla (cfr. Dan 2,34). La ciencia no lo puede todo. Claro es que la crítica no mira a los científicos sino al cientificismo, no a la ciencia sino el positivismo científico y la ilusión tecnocrática que por momento se creyó omnipotente.


Ante la falta de recursos, hubo criterios dispares para el tratamiento de los enfermos graves. La edad avanzada fue, por momentos, criterio de selección en algunos países con escasos recursos sanitarios (camas, respiradores, personal, etc.) Hay que tratar a todos los enfermos, que todos tengan acceso a la salud, y para no caer en injusta discriminación, la preocupación de velar preventivamente ha de ser constante. Todo criterio de selección, como por ejemplo la edad, la sexualidad, la condición y el rol social, la etnia, la discapacidad, la responsabilidad respecto a comportamientos que incluso hayan inducido a la patología, los costos habidos, son éticamente inaceptables. La persona es "más" ontológicamente que los costos.


Este virus también ha mostrado cómo la globalización, con sus ventajas y desventajas, no es una abstracción. Un virus desconocido, partido desde una región lejana, en poco tiempo ha invadido todos los rincones del planeta. La globalización económica ha expuesto la economía de todo el mundo en la amenaza de una crisis sin precedentes, donde el riesgo es que, una vez más, sucumba el más pobre, quien tiene menos recursos y quien probablemente la encontrará más débil al final de la crisis. El virus hasta ahora, ha sacudido las naciones más ricas. ¿Qué hubiese sucedido si hubiese golpeado a las regiones más pobres, donde los recursos sanitarios ya faltan? En el fondo, sabemos que en estos países se muere todos los días, por enfermedades fácilmente curables en Occidente. Pero poco se habla de ello. La pandemia da visibilidad panorámica incluso a estas inaceptables desigualdades. Una vez más, los pobres esperan...


No podemos, al mismo que tiempo que hacemos prevención y asumimos hábitos hasta ahora no comunes de cuidados personales y comunitarios, olvidar la enorme importancia de la Oración. No pocos templos prepararon horas de Adoración al Santísimo, Eucaristías u otras formas de plegaria en casa, pidiendo al Dios Providente, nos de salud, proteja al personal sanitario, ilumine la mente de los investigadores, de fuerzas a los gobernantes para soportar en sus espaldas el reclamo de los ciudadanos. Experimentamos la cercanía de la ternura de Dios. Él nos ayuda en la prueba. Está en nosotros aprovechar esta experiencia y mejorar nuestra vida volviéndola menos consumista y más solidaria. 

Por el Pbro. Dr. José Juan García
Vicerector de la Universidad Católica de Cuyo.