De estudiante, aquel joven brillaba por su memoria y lucidez. A ello sumaba una oratoria impecable y gran capacidad de deducción. Lo recuerdo confrontando mis ideas con mucha convicción. La enseñanza de la Ética representaba para él, una pérdida de tiempo. Todo es relativo, solía decir, sellando su punto con algo del absolutismo que tanto combatía. Pero llegada la hora de las evaluaciones, repetía los contenidos adhiriendo sin objeción alguna, al posicionamiento de la cátedra. Debo confesar que fue esto y no sus confrontaciones, lo que cuestionó mi rol como docente. Sus exámenes eran una puesta en escena y ambos lo sabíamos. Lo próximo que supe de él es que estaba denunciado en su colegio profesional, debido a reiteradas faltas de ética. La noticia me entristeció. El desprestigio profesional es un lugar del que no se vuelve con facilidad. 


LO QUE LA ANÉCDOTA DEJÓ

No fue una anécdota más. Aquel encuentro me permitió avanzar en un enfoque pedagógico distinto para la enseñanza de la ética. Un enfoque que, sin dejar de lado los contenidos conceptuales, pusiera énfasis en cómo y desde dónde valoramos. Siempre se ha dicho que la Ética es la ciencia de la moral. Ello en cuanto estudio sistemático de la conducta en relación con la moralidad. Así lo asumí y así lo enseñé. Pronto advertí, que el conocimiento de las normas morales no siempre se encarna en acciones concretas. Los años no solo dejan huellas en la piel. También dejaron marcas en mi comprensión del fenómeno ético. Aclaro que jamás renegaré de las primeras, pues fueron ellas las que me trajeron hasta aquí. 


LA EXPERIENCIA MORAL

La pregunta entonces es, ¿cómo enseñar ética? Hay quienes sostienen que lo importante es transmitir conocimientos de realidades morales (normas, valores morales, la estructura del acto humano, etc.) De reducirse a ello, la enseñanza de la ética no se distinguiría de cualquier otra ciencia. Sin embargo, hay una diferencia radical. Sólo la enseñanza de la ética es capaz de poner a la persona delante de Dios y de su conciencia. De allí que el verbo que mejor conjuga la ética, sea el "reflexionar", que no es otra cosa que la acción de volver la mirada sobre uno mismo. El yo se convierte en espectador y actor de sus propias decisiones morales. 


Otros, en cambio, sostienen que el punto de partida de la ética es la experiencia de la deliberación moral. Experiencia que va configurando un modo de ser, al que Aristóteles (384 a.C.) llamaba "temperamento moral". 


Detrás de cada decisión hay mucho más que saberes aportados por una ciencia. Es la propia experiencia moral la que juega fuerte al momento de decidir. A punto tal que en cada decisión explicitamos nuestros principios y valores. No son los discursos los que hablan de nuestra moral, sino las decisiones deliberadas y libremente ejecutadas. Sin estridencias, tarimas ni aplausos, el carácter moral se va forjando en el anonimato silencioso y abnegado de la vida cotidiana.


El eje de este enfoque es la experiencia de la propia deliberación moral. Proceso mental anterior al acto que nos lleva a realizar un análisis reflexivo de cada opción a la luz de nuestros valores. Deliberación que nos perfecciona en la toma de decisiones correctas y permite crecer en prudencia. 


A esto debe apuntar la enseñanza de la ética: ayudar a discernir lo bueno y justo en cada situación e identificar las consecuencias que generan nuestros actos, para orientar mejores decisiones. Además de crecer en ciencia, hay que movilizar conciencias. Como dice el popular refrán: "A donde el corazón se inclina, el pie camina". Caso contrario, la ética corre el riesgo de convertirse en letra muerta. 

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo