Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".  Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo" (Mt 17,1-9).

 

La Transfiguración de Jesús es la manifestación particular de su identidad gloriosa y divina, y que Dios Padre concede de ver a tres de sus discípulos más cercanos: los apóstoles Pedro, Santiago y Juan.  Se trata de un hecho histórico de la vida pública de Jesús, sucedido antes de su Pascua. La Transfiguración sucede en un momento difícil del ministerio público del Señor. Su predicación había sido mal interpretada y con frecuencia rechazada por parte de la gente, ya que Jesús no muestra el ideal de Mesías que los hebreos deseaban contemplar.  Ellos anhelaban un liberador político, revolucionario, agresivo respecto al poder imperial romano y portador de bienestar económico. Los apóstoles se escandalizan de este modo extraño de hablar que tiene Jesús, y la fe de ellos se muestra titubeante frente a las perspectivas dramáticas que les espera.  Ahora, el Hijo de Dios decide clarificar las dudas y emplear una modalidad persuasiva.  Por un instante fugaz, decide mostrarles su identidad divina, de modo tal que puedan intuir el porqué del dolor y de la cruz. 

 

Decía el Padre Pío: “Casi todos vienen a mí para que les alivie la cruz, pero son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla”.  La Transfiguración viene a explicarnos que la oscuridad de las pruebas diarias, un día se convertirán en luz incandescente, y que si el Señor nos cita en la noche, no debemos rehusar las tinieblas. Jesús se muestra como “el Dios que veremos”, cuando la historia de la redención de los hombres finalmente se concluya y el Señor vuelva en su gloria a llevar consigo a sus fieles para introducirlos en la eternidad divina. El hecho se presenta en un “monte alto”, que la tradición cristiana ha identificado desde el siglo II con el Monte Tabor, y que es la única altura de cierto relieve que surge sobre la llanura de la Galilea. El “monte” es, en la tradición bíblica, el lugar de la revelación de Dios.  El nombre “Tabor” parece ser de origen fenicio y significa “puro, transparente”.  En 1631 llegaron allí los franciscanos, que edificaron el primer lugar de culto sobre el monte.  Hoy se llega a la cima con facilidad por medio de vehículos que se alquilan en la base, pero antes sólo se podía acceder a pie, a través de una escalinata de 4340 escalones.  El panorama que se contempla desde la terraza del convento franciscano es maravilloso: con una mirada se abraza la llanura de Isre’el, con sus amplios campos de algodón.

 

El griego de los evangelios presenta la palabra  “transfiguración” con el término “metamorfosis”, indicando así, una íntima transformación que revela la realidad misteriosa de Cristo y que muestra nuestro destino de “hijos de la luz”.  El evangelista precisa que el rostro de Jesús cambió de aspecto, pero era el mismo rostro.  “Sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”, pero su cuerpo era el mismo de siempre.  El blanco luminoso, en la literatura apocalíptica indica la pertenencia al mundo de Dios (cf. Dn 7,9, Mt 28,3; Mc 16,5; Jn 20,12), y evidencia que Jesús está capacitado para ponerse en contacto con ese ámbito.  También nosotros estamos llamados a una transfiguración actual y final.  La “resurrección de los muertos” que profesamos en el Credo, significa que no se va a sustituir nuestra persona por otra.  Nuestra naturaleza humana, en todas sus dimensiones, está destinada a la gloria eterna.  Nada será destruido, ya que la santificación no es deshumanización.  Es una transfiguración.  Pedro desea quedarse cómodamente en ese momento de éxtasis, pero Jesús le indica que hay que bajar a la llanura, para continuar el trabajo de cada día.  El escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) escribió que “el hombre descubre en las alturas lo que tiene dentro de sí, pero tiene necesidad del mundo para valorizar aquello que tiene dentro de sí”. La vida espiritual del cristiano es un continuo “subir al monte”, por medio de la oración que transfigura, y un “bajar del monte”, para llevar a la realidad cotidiana, la claridad de la esperanza que transforma y renueva todo lo que encuentra.