En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; vosotros haced y cumplid todo lo que ellos os digan, pero no os guiéis por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no las mueven ni siquiera con la punta de un dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar el primer lugar en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar "mi maestro" por la gente. En cuanto a vosotros, no os hagáis llamar "mi maestro", porque no tenéis más que un maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie en el mundo llaméis "padre", porque no tenéis sino uno, el Padre celestial. No os dejéis llamar tampoco "doctores", porque sólo tenéis un doctor, que es el Mesías. Que el más grande de vosotros se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Mt 23,1-12).

 

Como en otras ocasiones, hoy vemos a Jesús hablar positivamente de la legislación mosaica e incluso del magisterio de los doctores de la ley.  A quienes rechaza, es a los que ocupan en su pueblo esos puestos de autoridad y abusan de ella.  Tanto Jesús, como Mateo, tienen en la mira a esa secta de los fariseos que, por su conocimiento de la ley y su influjo en las decisiones del sanedrín, constituyen los verdaderos rectores de Israel.  En los últimos años de Mateo, después de la caída de Jerusalén y trasladado el sanedrín a Jamnia, es el fariseísmo quien ha tomado monopólicamente las riendas de la conducción de los judíos: “En la cátedra de Moisés se han instalado los escribas y fariseos”.  Aún en esta situación conflictiva, es evidente que el evangelio de hoy se muestra conciliador: “Hagan y cumplan lo que ellos digan”.  No los insta a la desobediencia.  Sin embargo, de ninguna manera se muestra conciliador con un ejercicio de autoridad que parece ajeno a la fraternidad cristiana, despótico, orgulloso, buscador de privilegios, honores y títulos, y no de verdadero servicio.  Más allá de los vicios históricos de los fariseos, encontramos en estos breves rasgos del evangelio una lista de tentaciones anejas al ejercicio de toda autoridad.  Esas leyes inextricables, hechas casi a propósito para que solo puedan entenderlas los que las hacen, en las cuales siempre cae entrampado el que no tiene acceso al poder, al conocimiento, a las influencias, y que al poderoso nunca tocan.  Pesadas cargas que atan sobre las espaldas de los demás pero que ellos pareciera que se ven eximidos de moverlas ni siquiera con la punta del dedo. 

 

Es verdad que, aunque reducidos, algunos títulos sin demasiado contenido subsisten, justo en la Iglesia que predica este evangelio de hoy.  Nuestra versión traduce poco afortunadamente “maestro”, donde el griego translitera el término hebreo “rabbí”: “A nadie llamen rabbí”, dice el texto.  Y “rab”, en hebreo significa “grande”, y “bi”, es el posesivo “mío”.  De tal modo que “rabbí”, quiere decir “mi grande”, “mi superior”, “mi señor”.  Decía Benedicto XVI en su mensaje durante el encuentro con los católicos alemanes comprometidos en la Iglesia y en la sociedad, el 25 de septiembre de 2011: “Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?”. A Santa Teresa de Calcuta le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: “Usted y yo”. Dejar de buscar títulos, honores, cargos en la Iglesia e intensificar el servicio, sigue siendo un desafío que anhela la sociedad.  Tenemos demasiado amor al poder y nos cuesta aceptar el poder del amor. La palabra “padre” es un título demasiado grande, tanto para el que lo lleva biológicamente como para quien lo utiliza espiritualmente.  Más que como un título honorífico es una instancia urgente a prestar el servicio a la vida plena y no al asfixiante egoísmo.  Ser llamado “doctor” no es para dar cátedra de soberbia sino de la ley de la caridad, que sigue siendo la norma suprema del evangelio. “Todos ustedes son hermanos”: nadie debe considerarse superior a los demás.  La relación paritaria y afectuosa es el punto de partida y de llegada.  Dios no tiene el mundo a sus pies, sino que él está a los pies de todos.  El siempre nuevo y secreto nombre de la Iglesia y de la civilización se llama servicio, no poder.