Jesús enseñaba: “Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones”.  Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia.  Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre.  Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: “Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,38-44).


Dos viudas son las grandes protagonistas de la presente reflexión. En el mundo bíblico, las viudas, junto con los huérfanos, son el prototipo de los pobres, de los débiles, de los desheredados.  Lo expresa el salmo 145, cuando al presentar a un Dios fiel con los pobres y los oprimidos, añade que “el Señor sustenta al huérfano y a la viuda”.  La primera viuda, la de Sarepta, está descrita en el primer libro de los Reyes (17,8-16).  Es un relato enternecedor, en que magistralmente, con muy pocos rasgos, se nos describe la situación de esa buena mujer.  Hay un término guía en ese relato: “un poco”.  A la viuda sólo le queda “un poco” de harina en el recipiente, “un poco” de aceite en un frasco, “un poco” de leña para hacer fuego.  Y la mujer da todo ese “poco”, aunque el profeta aparece hasta algo impertinente: primero pide “por favor” un poco de agua; más tarde grita reclamando un trozo de pan y, finalmente, exige a la viuda comer primero el pan, “para ti y para tu hijo lo harás después”.  La historia concluye subrayando la generosidad de un Dios providente: “el tarro de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por medio de Elías”.


Es conmovedor el gesto de la pobre viuda que presenta el evangelista Marcos.  En su evangelio, la actividad de Jesús se abre con el relato de una mujer que, habiendo sido curada de su enfermedad, se pone a servir (1,31); y se cierra con la indicación de otra mujer que entrega toda su posibilidad de orden económico en la ofrenda que realiza (12,38-44).  Se trata de una mujer anónima y silenciosa, que sin quererlo y sin saberlo, da una lección magistral.  Los marginados de la existencia humana son señalados en el evangelio como los destinatarios de la Buena Noticia y los inmediatos anunciadores.  Había en el Templo de Jerusalén un lugar denominado “Sala del Tesoro”, donde había trece alcancías grandes (en hebreo: “sharafat”), para recoger las ofrendas voluntarias y las impuestas para la gestión del Templo.  Jesús, sentado observa los gestos de los donantes, sobre todo de los ricos que ostentan sus donaciones haciéndolas saber al sacerdote.  Era una ocasión para obtener un reconocimiento público.  La pobre viuda que se acerca aquí da simplemente dos “leptà”, que era la moneda de más ínfimo valor que estaba en circulación en ese entonces.  Podría haber dado una sola, no las dos.  Sin embargo dio todo lo que tenía. El texto original griego afirma que dio  “toda la vida”.  Jesús alaba a esta mujer que está en la miseria (en griego: “hysterēseōs).  La balanza de Dios no es cuantitativa.  Todos dan de lo superfluo, y sus bienes permanecen intactos.  Ella en cambio, da lo que tiene para vivir, y le queda sólo Dios.  De ahora en más, si vivirá, lo hará porque cotidianamente confía en el cielo.  Es hora de aprender, siguiendo el magisterio de esta mujer, a medir el mundo no con los criterios de la cantidad, sino con los del corazón.  La acción de esta mujer contradice el proverbio según el cual “nadie da lo que no tiene”; esta mujer, en cambio, sólo posee lo que ha dado.  La viuda ha dado desde su indigencia, en oposición a los ricos que dan desde su poder y de su privilegio.  Todo el que tiene el corazón a la medida del corazón de Dios da todo lo que tiene.  No se reserva nada.  Porque la generosidad perfecta no está en dar, sino en darse. Cuando se da algo, siempre queda parte que no se da.  Pero cuando se da uno a sí mismo, ya no queda nada que dar.  Como se ve, la generosidad y el amor caminan a la par.  ¿Cómo será de grande la generosidad? Cuanto sea de grande el amor.    San Agustín dirá: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has dado nada.  En cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna”.  Tendré que interrogarme: “¿Doy de lo que me sobra u ofrezco mi don desde los que me falta?”.