Monumento a San Ignacio de Loyola, en Pamplona, España.


Defensa de Pamplona. Año 1521. Ignacio de Loyola era férreo soldado de aquella vana defensa de la ciudad de los ataques de las tropas francesas. "Llevaba mucho tiempo peleando cuando una bala de cañón le pegó en la pierna, partiéndola toda; y como el proyectil había pasado entre las piernas, la otra también estaba maltratada". Historia del peregrino se abre con esta cruel descripción de un Iñigo López lacerado, sufriente y vulnerable. Ahora Ignacio, el autor comienza su biografía -escrita estrictamente en tercera persona- con la herida, ocurrida durante la batalla. 


Quinientos años después, es la misma imagen, tallada en un bloque de bronce oscuro, para recibir a los peregrinos contemporáneos que, siguiendo las huellas de aquel hombre, llegan a Loyola. No el monumento del futuro fundador de la Compañía de Jesús en éxtasis o decidido a orar o al calor de la predicación.


A la entrada de la casa-torre donde nació el 23 de octubre de 1491, en las afueras de la actual Azpeitia, localidad del País Vasco entre Bilbao y San Sebastián, se encuentra la estatua del caído Iñigo-Ignazio, obra del catalán Joan Flotats. No es una casualidad. Así como no es casualidad que los jesuitas optaran por proclamar, hace doce meses, para el quinto centenario de la "herida de Pamplona", el año ignaciano que, en realidad, se prolonga hasta el próximo 31 de julio, día en que la Iglesia celebra el santo de Loyola. "Ignacio sólo puede encontrarse con Dios cuando se encuentra vulnerable. La herida abre una brecha en las certezas del joven caballero, del cortesano brillante, del noble ambicioso, desde quien se asoma el Espíritu", explica el padre John Dardis, Director de Comunicación de la Fraternidad de los jesuitas. 


"Esto desencadena un largo y fatigoso proceso de cambio, que se desarrolla durante los siguientes meses de convalecencia en la ciudad natal de Pamplona", prosigue el sacerdote. 


Para sellar el cambio, otro "gesto de vulnerabilidad". Esta vez no sufrido, como la bala de cañón, sino elección: en la noche del 24 al 25 de marzo de 1522, Ignacio se dirige a Montserrat, el histórico santuario benedictino enclavado en la roca, no lejos de Barcelona. Y allí pone su espada al pie de la estatua de la Virgen.


"Se desarma, haciéndose vulnerable -subraya el padre Dardis-. Ante una herida, una derrota, un sufrimiento, hay formas de reaccionar. Uno puede abandonarse a la amargura, a la desesperación, a la ira. O puede transformarse en una oportunidad para encontrarse con la parte más auténtica de uno mismo. Aquel donde Dios nos habla". 


Este último fue la elección de Ignacio, el comienzo de esa renovación del corazón que le llevaría, doce años después, crear la orden religiosa masculina con mayor número de exponentes: más de 16 mil, repartidos en los cinco continentes, incluido el actual Papa. 


Un legado vivo


Pamplona, en Navarra, la ciudad de los encierros querida por Hemingway, es el lugar de vulnerabilidad por excelencia: en la acera de la calle que lleva su nombre, una placa recuerda a los transeúntes el lugar exacto donde bala de cañón desgarró el cuerpo de Ignatius. Y por último, Manresa, en Cataluña, a donde llegó este último tras dejar la espada en Monserrat. El Peregrino vivió allí durante once meses, cuidando a los enfermos y moribundos. Y, en una minúscula cueva desde la que se divisaba a lo lejos el monasterio benedictino, escribió su obra maestra: los Ejercicios Espirituales. Es su legado. Un legado vivo. Quinientos años después, los Ejercicios siguen ayudando a mujeres y hombres a encontrar a Jesús. Es que este tiempo tiene sed de espiritualidad. Y los Ejercicios proponen un modo extraordinariamente actual de aplacarla. 

Por Pbro. Dr. José Juan García 
Vicerrector de UC Cuyo