Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas, palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá (Jn 2,13-25).

El evangelio, casi con estupor, registra actitudes de atención y de misericordia hacia los “lejanos”, mientras que con el mismo asombro, señala severidad y polémica hacia los “cercanos”: las personas así llamadas “religiosas”.  Basta leer el caso del pecador Zaqueo que es mirado y amado por Jesús (Lc 19,5); de la mujer encontrada en adulterio, a quien el Juez misericordioso le dice: “Yo no te condeno” (Jn 8,10-11); o del leproso excluido que recibe esas palabras imbuidas de ternura: “Lo quiero, queda purificado”.  Es que Jesús siempre busca recuperar para salvar al hombre.  Es lo que el Papa Francisco, pidió a la Iglesia: “A veces los doctores de la ley buscan alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, pero la lógica de Dios, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero”.

 ¡Qué maravilla! Esto es evangelio. Lo demás es hipocresía, necedad, ritualismo vacío, ley sin misericordia, que aleja a la gente de la Iglesia, en vez de invitarla a entrar en ella para experimentar la  ternura del perdón, no la condena. A veces, hay gente que incluso dice ser muy religiosa o que se constituyen en defensores del bien común, y hacen todo lo contrario.  Con frecuencia se condena a la persona que se equivoca o que se cree que está errado, y no mueven ni un dedo para levantar a quien cae, o recuperar y acercar al “lejano”.  Si intervienen, lo hacen para refregar los errores de los demás, mientras que Dios perdona completa y continuamente sin propagar el mal cometido.  

Pero en el evangelio hay un segundo elemento de sorpresa referido a los creyentes. Si por una parte encontramos a un Jesús misericordioso hacia los pecadores, por otra parte descubrimos a un Maestro severo, polémico, casi duro hacia quienes “frecuentan el templo o se creen dueños de él”.  Lo vemos en el evangelio de hoy, rompiendo la paz del Templo de Jerusalén.  Jesús se indigna porque a éste se lo había transformado en un comercio, un mercado que ofendía a Dios y al lugar sagrado.  Tomó un látigo de cuerdas y echó a esos mercaderes.

Jesús es más severo con los cercanos que con los alejados.  Hoy vemos a un Jesús con una santa ira. La ira, por supuesto, que cuando hace perder los estribos, o se extralimita en bruta crueldad, o busca venganza por la soberbia herida, se transforma en pecaminosa cólera, pero que cuando falta, siendo necesario tenerla, se hace pusilanimidad y cobardía. Como afirmaba San Juan Crisóstomo: "Quien habiendo causa no se irrita, peca. La paciencia irracional, siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal no solo a los malos sino a los mismos buenos". Tampoco se puede, en nombre de una falsa paz, o timorata mansedumbre, que a la larga es rendición y cobardía o, quizá complicidad, tolerar las injusticias.  El apetito, llamado por Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, “irascible”, es fuerza dada al hombre para emprender empresas difíciles, para superar obstáculos, para alcanzar los llamados bienes “arduos”, es decir aquellos que cuesta obtener y para los cuales tenemos que poner garra, empeño, nervio, tener pasta de héroes.

El timorato, el vago, el débil, el acomplejado, el impasible, no sirve para amar ni para ser apóstol. La caridad sin fuerza, extenuada, apática, incapaz de entusiasmarse por lo bueno y por lo bello y enojarse frente a la injusticia, a la mentira, a la blasfemia, a la corrupción, hablan de un cristianismo sin sangre. Dice Santo Tomás de Aquino: "Cuando con ira se busca vindicta, es decir justicia, conforme al dictado de la recta razón, ello es virtud laudable y se llama 'ira por celo', no ‘por celos’. Esta actitud del Divino Maestro es una condena abierta a toda tentación de hacer comercio con la religión o vivir la corrupción con dinero dentro de la Iglesia. El desapego a lo material dona paz y ternura al corazón. Dios no prioriza números sino a las personas.  La Iglesia no es una ONG ni una empresa. No hay que salvar los “balances”, sino a las personas.