En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: "Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada". "Dadles de comer vosotros mismos" les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: "No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos". Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: "Hacedlos sentar en grupos de cincuenta". Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas (Lc 9,11-17).


La tradición evangélica ha atribuido al milagro de los panes y los peces una gran importancia. Es el solo milagro sobre el cual los cuatro evangelios han conservado el recuerdo. Tres verbos constituyen el centro del texto evangélico de este domingo de Corpus Christi: seguir, comulgar y compartir. Hay una multitud que sigue a Jesús. Han experimentado la potencia de la Palabra. La Palabra de Vida es lo primero que el Hijo de Dios ofrece a quienes lo siguen. Pero los apóstoles, al caer la tarde y encontrándose con una multitud hambrienta, buscan una solución rápida y sin compromisos: "Que se vayan a buscar y comprar comida en los poblados cercanos". Ante el verbo empleado por sus cercanos: "comprar", el maestro les dice: "den". Ante la lógica del mercado, Dios propone el método de la gratuidad. "Denles ustedes de comer". Jesús no desea hacer el milagro de la nada. Quiere que se presente incluso lo poco con lo que se cuenta. En las manos de Jesús, lo pequeño se transforma en un don grande, y lo poco se convierte en mucho. Con cinco panes y dos peces alimenta a una multitud de cinco mil hombres. Todos comulgaron y quedaron saciados. Es el milagro del "compartir". Cuando el pan se queda "sólo" en mis manos, siempre habrá hambre a mi alrededor. Cuando "mí" pan se entrega a "otras" manos para saciar muchas bocas y espíritus, hay saciedad. Lo decía el papa Francisco el pasado jueves: no hay que temerle a la palabra "solidaridad". Ante un frío egoísmo que pareciera primar en nuestro mundo globalizado, es necesario globalizar el calor de la solidaridad, tal como lo solicitaba Juan Pablo II en la Encíclica "Sollicitudo rei sociales" (n.38). En la Eucaristía, dividir es "com-partir", y compartir es unir. A través del compartir se crea la comunión y la fraternidad. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. 


Ante la indigencia Dios se hace omnipotencia y, ante la indiferencia, se hace presencia. Su estilo divino no es como nuestra necia matemática. La Eucaristía viene a corregir la lógica humana de la "pretensión" y de la "posesión", por la lógica de la "gratuidad" y de la "entrega". El mundo y la cultura contemporáneos son reacios al tema de la gratuidad. En tiempos de apariencia, Jesús se hace real presencia. En tiempos de la ley del más fuerte, Dios muestra su ternura de pan. En tiempos de la preeminencia del "yo", Dios se hace "tú". En tiempos de mezquindad, Él se hace gratuidad. Muchas veces se dice: "Tienes una vida por delante", pero en la Eucaristía tenemos la misma Vida dentro. Luego que la recibimos, El nos dice: "¿Eres débil? ¡Yo seré tu fuerza! ¿Estás cansado? ¡Yo seré tu alivio reparador! ¿Eres pobre? ¡Yo seré tu tesoro! ¿Estás solo? ¡Yo seré tu amigo y compañero! ¿Estás triste? ¡Yo seré tu consuelo! En cada Misa es Cristo en persona quien nos renueva esta misión: "Come y camina", "¡Levántate, come mi fuerza, porque es grande y apasionante la tarea de la vida que te espera! Yo siendo grande me hice pequeño; tú hazte pequeño si quieres ser grande. Un profesor de teología moral ya anciano, maestro de muchas generaciones de sacerdotes, solía poner cierto ejemplo para explicar cómo la Eucaristía debía ser adorada. Se trata de una madre que un buen día, enseñaba en la iglesia a rezar a su pequeño y le preguntaba: ¿Sabes para qué te pones de rodillas? Respondió el niño: Sí. Para hacerme más pequeño. No, tonto, le corrigió la madre, señalándole el Sagrario, porque allí está Jesús. El profesor solía comentar que la madre decía el "por qué" se debía arrodillar, pero la contestación del niño, a pesar de parecer ingenua, era de una gran profundidad teológica: se refería al "para qué" ponerse de rodillas.

Por Pbro. Dr. José Manuel Fernández