"En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas". Él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Jesús le respondió: "¡Dichoso tú Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo" (Mt 16,13-20).


Este evangelio nos interpela distinguiendo un concepto como opinión, de la fe como experiencia personal. De la diferencia entre las dos preguntas que formula Jesús: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?", y "Para ustedes, ¿quién soy yo?", podemos descubrir que la opinión no es igual a la fe. Séneca recomienda que las opiniones no sean contadas sino pesadas. Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la opinión de la mayoría, ni en el común denominador de las diferentes opiniones. Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la inteligencia. En este sentido, el filósofo judío alemán Erich Fromm (1900-1980), piensa que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades. Los griegos señalaban que el último criterio, no el primero, para acercarse a la verdad, es la opinión. La confesión que realiza Pedro sobre la identidad de Jesús es expresión de la fe: "Dichoso eres Pedro, porque esto no te lo reveló ni la carne ni la sangre". Aprobó con un "sobresaliente" la ortodoxia doctrinal, pero luego va a ser reprobado en cuanto a la ortopraxis, ya que cuando Jesús comienza a anunciar que debe padecer para salvar dirá que eso no deberá suceder. Nunca tuvo el Maestro palabras tan duras para con Pedro, como cuando le dijo: "Aléjate de mí Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres". También hoy son muchos los que se consideran "guardianes" y "defensores" de la ortodoxia, "aduaneros de la fe", pero son los hipócritas farisaicos de siempre, para quienes la caridad y la solidaridad pasan a último lugar, cuando en verdad "en la tarde de la vida seremos juzgados en el amor que hayamos dado" (San Juan de la Cruz). El día del juicio final no se nos preguntará si sabíamos de memoria el Credo, sino si consolamos al triste, si visitamos a los enfermos y a los presos, si vestimos al desnudo, si dimos de comer al hambriento. Como afirma el Papa Francisco: "Lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia es capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones. Cercanía. Proximidad. Como un hospital de campaña tras una batalla". Es que el cristianismo no es una ideología, sino el encuentro vivificante con Cristo.


Jesús es el mendigo de amor, que como todos los amantes quiere sondear siempre de nuevo el corazón de los discípulos para sentir que puesto él ocupa en la vida y en el corazón de ellos. Charles de Foucault (1858-1916) fue un sacerdote ermitaño, beatificado el 13 de noviembre de 2005 y que Francisco autorizó su canonización. Decía: "Desde cuando he descubierto que Dios existe y es el Hijo del Dios vivo, yo he comenzado a vivir para él". Quisiera presentarlo como ejemplo que encarna el evangelio de hoy. Cuando se encontró con Dios, por medio de la conversión, no sólo lo confesó abiertamente sino que lo descubrió en los pobres, y por eso se fue a vivir entre ellos en Marruecos, Argelia y Túnez. En 1886 tuvo una profunda experiencia de conversión. La vida entre los seguidores del Islam le hizo pensar. Esta gente se toma muy en serio su religión. El, por el contrario, había vivido derrochando dinero y aventurando. Comenzó a rezar: "Señor, si existes, que yo te conozca". Un amigo lo dirigió al Padre Huvelin, de la iglesia San Agustín, en el centro de París. Cuando Charles explicó que no era creyente, el sacerdote simplemente le pidió que se confesara. Charles obedeció y salió del confesionario un hombre nuevo. Desde entonces optó por una vida muy sencilla, durmiendo en el piso y orando diariamente por horas. Sus pensamientos estaban con los pueblos de África que no conocían a Cristo. Se fue a pie de peregrino a Tierra Santa y después volvió a Francia para estudiar para ser sacerdote. Fue ordenado el 9 de junio de 1901. A fines de ese año se fue a vivir cerca de Marruecos, para establecer una orden que evangelizara ese país. El 1 de diciembre de 1916, a los 58 años, Charles de Foucauld muere, luego de haber enseñado que a Cristo no basta confesarlo abiertamente sino que hay que amarlo apasionadamente en los pobres y los desfigurados del mundo.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández