El lunes por la noche, en prime time, horario central de la televisión, vivimos uno de los más vergonzosos y atrayentes (como todo lo muy vergonzoso) de los shows de los últimos tiempos. Ninguno de los mejores y más premiados guionistas de los dramas de ficción pudo imaginar semejante despliegue de producción con personajes reales y de uso gratuito. Varias cámaras pudieron seguir en tiempo real el traslado de Lázaro Báez, el más grande estafador que haya tenido el Estado Nacional, a su frustrada prisión domiciliaria. El Estado Nacional ha sufrido a muchos estafadores, pero ninguno tan exagerado y ostentoso. Realmente una novela. Un hombre al que se acusa con documentación abundante y testimonios por decenas como uno de los propietarios de terrenos cuya superficie supera varias veces la de la ciudad de Buenos Aires (se decía en broma que cualquiera de nuestros hijos podría resultar de Maradona y cualquiera de nuestros lotes de Lázaro Báez), se dirigía a un country de Pilar, lugar elegido para su cárcel con barrotes de oro, pero no lo dejaron entrar los vecinos a cuyo consorcio adeuda nada menos que cinco años de expensas. Esa deuda no es la causa principal del enojo de la gente del barrio, sino que simplemente no desean vivir al lado de un delincuente sobre el cual la justicia no ha podido finalizar los procesos que iniciaron con su primera causa en 2008. 
Juicios orales que se han ido dilatando tanto que, si no fuera por la “doctrina Irurzun” inaugurada por el juez Martín Irurzun y tan criticada por Cristina, todavía andaría suelto y haciendo lo que mejor sabe, estafar con la cobertura de las máximas autoridades sin correr el mínimo riesgo, que es el único honor del ladrón común. El hombre cometió el “error”, o tal vez la intrepidez pensándose impune, de no exhibir su plan de vuelo la última vez que se pudo subir a su jet particular. Llegó al aeropuerto civil de San Fernando y fue aprehendido con la excusa de que, al no tener plan de vuelo definido, bien podría suponerse que intentaba fugar. La posible fuga, que requiere no solo de voluntad sino también de medios económicos y logísticos es, junto con el eventual entorpecimiento de la investigación en libertad, causa del dictado de prisión preventiva. El lapso de esa pena es de dos años con la posible extensión de un tercero antes de que el individuo sea condenado o absuelto, ya un cuarto año resultaba imposible de justificar, razón por la que se le concedió el beneficio de la reclusión domiciliaria. El estiramiento o “chicaneo” de los procesos utilizando todas las argucias del Código de Procedimientos, puede ser llevado al infinito por buenos abogados, los mejores, que son los que solamente pueden contratar quienes tienen o esconden el suficiente dinero. Un lema básico hasta de los delincuentes comunes de poca monta es guardar plata para pagar al abogado.

Un colega advirtió con impecable acierto que la extensión deliberada del proceso es, justamente, una confesión implícita. Por el contrario, todo quien se siente inocente desea que el calvario de estar en el banquillo termine cuanto antes. Quien está seguro de que su causa no tiene remedio, no tiene alternativa, debe intentar que el proceso no termine nunca, como el ex Presidente Carlos Menem, condenado en todas las instancias menos en la última por el estallido del polvorín de Río Tercero para ocultar el contrabando de armas en su gobierno. De eso hace 25 años. El primer episodio del traslado fallido de Lázaro al country y su vuelta al penal hizo recordar otro hecho histórico esta vez en USA. Fue el extraordinario caso del futbolista, actor y presentador de televisión O.J. Simpson. A la historia y al sentido común que suele tener la gente, no le cupo duda de que fue el feroz asesino de su ex esposa como de su novio, en soledad y a puñaladas. Sin embargo, fallas en una fiscalía muy ingenua frente a la creatividad de los caros y brillantes defensores de O.J. y otros incidentes transformaron la causa en una cuestión racial. Simpson terminó absuelto pero luego sus vecinos se negaron a recibirlo en su vivienda, terminó trasladándose de Los Ángeles a Miami previo paso por Nevada donde cometió otros delitos. Otra similitud con Lázaro fue la filmación de la caravana de policías que siguió a O.J. mientras intentaba huir en su Bronco blanco oculto en el asiento posterior. En un segundo capítulo, ya no filmado que se cumplió el jueves por la madrugada, nuestro Lázaro fue trasladado a sitio desconocido, porque todos los destinos probables, uno de ellos en Belgrano, fueron también cubiertos por vecinos cansados de la impunidad de la política. Extrañamente, O.J., el estadounidense, fue condenado por la justicia civil a pagar 33,5 millones de dólares de indemnización a las familias de los asesinados que nunca pagó, eso también lo emparenta con nuestro Lázaro, a quien se le impuso primero una fianza de más de 600 millones de pesos para luego quedar reducida a cerca de 400 y finalmente a nada, sin pagar, igual está en casa. Hay diferencias, pero son pocas: O.J. vive de la pensión inembargable de la NFL y de la firma de autógrafos y la concesión de algunos reportajes, tiene 73 años, nuestro bandido, 10 menos. Nadie sabe de qué viven Lázaro y su familia aunque se presume que de la que tienen guardada en algún lugar desconocido. Orenthal tiene facha y fama popular, Lázaro no tanto de la una y mala en la otra. El raid cinematográfico de ambos perseguidos por las cámaras con audiencia top y su final de desprecio se comparan solo con la suerte de los peores dictadores genocidas. La existencia de Lázaro es el símbolo de una de nuestras mayores vergüenzas.