En aquel tiempo, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Al entrar en una casa, digan primero: "¡Que descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: "El Reino de Dios está cerca". Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan: "¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está cerca" (Lc 10,1-12). 


Junto al envío en misión de los doce apóstoles, el evangelista Lucas trae un segundo episodio que es propio de este evangelio: la elección de setenta y dos discípulos para llevar el evangelio a todos los rincones del orbe.  La intención es la de mostrar que misionar no es algo exclusivo de los consagrados, sino que pertenece a todos los fieles laicos y a quienes desean ser discípulos de Jesús.  ¿Por qué setenta y dos? Porque en aquellos tiempos se pensaba que las naciones de la tierra comprendían ese número. Se quiere indicar que “todos” los hombres tienen el derecho a conocer el evangelio.  Es algo que repite con frecuencia el Papa Francisco: hay que salir a las periferias.  No podemos quedarnos cómodamente en nuestros lugares de origen, “encorvados” sobre nosotros mismos.  Los envía de dos en dos, nunca sin el otro. No existimos nunca aislados, solos, autónomos o autosuficientes.  Cada vez que olvidamos al otro, traicionamos nuestra identidad.  ¡Tantas veces en la Iglesia hablamos de caridad y nos olvidamos e ignoramos a tantas personas! A eso Jesús le dio un nombre: hipocresía. 


La misión es apertura a todos, especialmente a los pobres y más débiles, pero no para juzgar a la gente sino para perdonar a todos, sin excepción. Durante mucho tiempo la Iglesia ha estado con el dedo acusador en vez de estar con los brazos abiertos como expresión de apertura y de inclusión, para anunciar el amor de Dios hecho misericordia.  Es preferible, decía el Papa, “una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse”.  Nos está diciendo: ¡Basta de burocracia eclesiástica! Necesitamos profecía.  Y continuaba señalando el Pontífice: “En la evangelización hay que luchar todos los días contra la tristeza, la amargura y el pesimismo.  Sembrar no es fácil.  Es más placentero cosechar, pero para recoger, primero hay que asumir el riesgo de arrojar la semilla en todos los terrenos posibles, incluso en terreno pedregoso”.  A veces nos tocará sufrir: “los envío como ovejas en medio de lobos”, pero sin nuestro sufrimiento, nuestra tarea no diferiría de la asistencia social. Se nos pide no ser violentos, sino ofrecer una palabra de ternura y misericordia; una palabra que interpela sin imponerse, y que invita sin pretender.  El discípulo de Cristo no puede ser lobo, sino que debe aprender a mantener la vulnerabilidad del cordero.


Las instrucciones que les da Jesús describen el ambiente contrario que encontrarán para llevar a cabo la misión (Lc 10,3) y que los discípulos tendrán que enfrentar: “los envío como ovejas en medio de lobos”. En el concepto del envío está incluida la idea del viaje, de la partida, y de la dispersión: “Vayan”. Pero los manda desarmados, porque lo decisivo no son los medios ni las cosas, sino las personas. Se nos pide ser  “Una Iglesia pobre para los pobres”, como dice Francisco. Nada material es necesario. El Documento de Aparecida advierte que: “la Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del Continente. Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo” (n.362). 


La urgencia de su misión exige que vayan bien ligeros de equipaje. En el viaje de la vida no podemos llevar peso, porque para ser evangelizadores creíbles, necesitamos libertad de ataduras.  Algo que también debe aprender y asimilar la Iglesia.  Lo advertía Francisco: “Una Iglesia rica es una Iglesia vieja y sin vida”. Es la paradoja del evangelio, expresada en esta frase de Teresa de Calcuta: "Cuanto menos poseemos, más podemos dar. Parece imposible, pero no lo es. Esa es la lógica del amor." 
 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández