"No toleraré en mi buque a ningún hombre que no tenga miedo a una ballena". Fue la frase de bienvenida de Starbuck, primer oficial del barco ballenero "El Pequod", a su tripulación. Un hombre temerario, habría dicho, es un compañero más peligroso que un cobarde (del libro "Moby Dick", de Herman Mellville, 1851). Indudablemente, ninguno de nosotros enfrentará en su vida un mamífero marino de 24 metros de longitud y 60 toneladas de peso. Pero todos de alguna manera somos capitán de nuestro propio navío. Y como tal, seguramente en más de una ocasión enfrentamos nuestros propios monstruos. Tardamos en comprender que no somos el Titanic, ni nuestra adversidad un iceberg escondido en la oscuridad de la noche. Aunque pensándolo bien, algo de esa historia nos alcanza. El creernos indestructibles como el majestuoso buque, ignorando que el iceberg suele habitarnos dentro.


Para algunos, el iceberg se vestirá de soberbia. Esa desmesurada valoración de uno mismo que nos aleja de los otros y nos lleva a creernos invencibles. Precisamente, la temeridad que tanto preocupaba a Starbuck, es hija predilecta de la soberbia. Si bien está emparentada con la valentía, la temeridad se transforma en un vicio por exceso de aquella. La persona valiente no es la que nunca tiene miedo, sino aquella que sabe ponderar los peligros que corre. El coraje supone saber qué cosas tememos y por eso nos preparamos mejor. Lo contrario es el actuar irreflexivo e inconsciente. A veces con más precipitación que prudencia, no hacemos una justa estimación del riesgo. Al final, la batalla más difícil se da siempre con uno mismo.

...Como la arcilla... no estamos en estado puro... y hay una lección que debemos aprender. Los hermosos colores de la arcilla se deben a las impurezas que contiene."

Para otros en cambio, el iceberg tendrá el ropaje de la indecisión. Actitud que manifiesta una carencia de resolución. La podemos ubicar como opuesto a la temeridad. El temerario, aunque en forma irreflexiva, toma decisiones imprudentes. El indeciso, por el contrario, perdido en sus propias dudas, nunca termina de decidir. En ambos casos, el problema es no encontrar el punto de equilibrio. En definitiva, la virtud es eso, un difícil equilibrio entre el exceso y la carencia. Sí excedes la cuota justa de audacia te vuelves temerario, pero si careces de fortaleza, navegarás en mares de indecisiones permanentes. Pero lo más complicado del indeciso, no es tanto el daño que hace, sino el daño que se inflige. En cada indecisión hay un eterno retorno al punto de partida. El vértigo de los cambios lo frena y en cada retroceso un alivio culposo lo justifica. El coraje moral radica en ver lo que es correcto en cada situación y hacerlo con firme resolución.


El fragmento de la novela citada, nos permite interrogarnos sobre los propios monstruos que debemos enfrentar. Algunos le llaman nuestras "zonas erróneas" (título del primer libro de autoayuda escrito por Wayne Dyer, 1976) otros, los límites a vencer. Yo prefiero llamarles la arcilla que debemos modelar. Su origen etimológico coincide con su significación: "argilla" o "barro de alfarero". Porque la arcilla como tal es una roca sedimentaria descompuesta. Un mineral formado por silicatos de aluminio provenientes de la descomposición de minerales. No estamos en estado puro y debemos asumirlo y asumirnos como tal. En eso hay una lección en la arcilla que debemos aprender. Los hermosos colores que puede exhibir se debe a las impurezas que contiene.


Efectivamente, no somos el Titanic. Somos apenas una vasija de barro, pero que bien modelada puede ser recipiente de variados talentos. Habrá que limar las impurezas y darles forma. Somos arcilla maleable. Tal vez debamos empezar por trabajar algunas virtudes para ir puliendo asperezas y formando nuestro temple moral. Y sí eso no basta, siempre hay tiempo para mirar hacia arriba. No en vano Dios, según el relato bíblico, tomó barro de la tierra, para "formar" al ser humano (Génesis, 2-7).

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo