Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. El les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". (Jn 12,20-33).


La Pascua está cerca.  Pero ésta acontece en el corazón. Si no crece la caridad en nuestros hogares, no habrá Resurrección.  Si no actualizamos gestos de reconciliación con aquellos que nos han hecho sufrir, no hay Pascua. ¿Pero qué novedad ha traído Jesús al mundo? Escuchemos el evangelio, que nos presenta al Maestro  en la última semana de su vida terrena.  Ha subido a Jerusalén, en medio de la gente: es el Dios entre los hombres.  Algunos griegos piden a los apóstoles: “Queremos ver a Jesús”.  Es un deseo legítimo, una pregunta que se repite hoy, el anhelo de muchos y que se puede leer en los ojos de tanta gente.  Jesús respondió a aquellos “buscadores de Dios”, dándoles dos respuestas: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado”, y “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda sólo; pero si muere da mucho fruto”.  Para los hebreos, la gloria es una especie de irradiación, de resplandor que ese Otro, Dios, hace llegar al ser humano, revelándole paulatinamente su “Kados”, es decir, su “santidad”. A este resplandor manifestativo, los judíos lo llamaron “Kabod”, que es la palabra hebrea que nosotros traducimos imprecisamente como “Gloria”. Lo que recordaremos en la Semana Santa: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo será el momento de la “gloria”, de la manifestación de la santidad de Dios. Y ese es el contexto en el cual hay que entender nuestro evangelio de hoy, allí cuando se utiliza el verbo “glorificar”. 


Llega “la hora” en que el poder y la santidad de Dios que se han manifestado en Jesucristo, se revelen totalmente en la Cruz y la Resurrección, “lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. “Llega la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre”, “Padre glorifica tu Nombre…”.  Como el grano de trigo que muere así, el Viernes Santo, él entregará su vida para dar mucho fruto.  Propongo hoy la figura de un sacerdote italiano mártir, que murió como el grano de trigo, demostrando al mundo la gloria de la santidad, oponiéndose a la mafia. Giuseppe Puglisi, mejor conocido como Padre Pino Puglisi fue un presbítero italiano, asesinado por la mafia italiana el 15 de septiembre de 1993, día de su 56º cumpleaños debido a su constante tarea evangélica y social. Fue proclamado beato el 25 de mayo 2013 por el Papa Francisco. Es el primer mártir de la Iglesia Católica asesinado por la mafia. El sicario mafioso que le sacó la vida, reconoció arrepentido más tarde ante las cámaras de televisión el asesinato, confesando que lo hizo por odio a la fe. Perteneciente a la “Cosa Nostra”, había cometido antes 46 homicidios. Cuando el sacerdote lo vio ir hacia él le dijo: “Ya sé a qué has venido. Haz lo que te mandaron hacer”, y esbozó una sonrisa.  Pero he aquí la impactante declaración del asesino: “No tengo experiencia con los santos.  Lo que puedo decir, es que había una especie de luz radiante en esa sonrisa.  He matado a muchos, pero nunca he vivido algo igual. No puedo olvidar jamás esa luz.  Desde aquella tarde comencé a pensar que debía cambiar y dejar de asesinar”. El Padre Puglisi fue un férreo defensor de los niños de Palermo usados por la mafia siciliana para distribuir heroína y otras drogas. Don Pino organizó un hogar para salvar a cientos de niños del marginal barrio Brancaccio de Palermo, donde él mismo nació. Su compromiso obstaculizó los planes de la mafia. Se enfrentó a ella con determinación, incluyendo el rechazo de cualquier donativo de procedencia dudosa y el retiro en las fiestas patronales de los puestos de honor de los que tradicionalmente se habían apropiado los líderes mafiosos. Logró establecer entre los padres de familia la esperanza de que podían aspirar a cultivar una sociedad de bien encarando las inercias siniestras. Su sangre inocente derramada ha sido como una transfusión a las conciencias indiferentes que se lavan las manos frente al mal.