Un día de invierno, se paró frente a ella, que tejía una mañanita rosa al croché. Desde sus ojos fatigados, que parecían regados de sombras, dejó caer un aluvión de dulce rocío y le hirió de lirios el corazón, con la frase: "¿Querés casarte conmigo?". Ella lo miró hasta el hueso. Le midió la esencia. Lo sintió más cerca que nunca y, tímidamente, le dijo: "Claro", como si la hubiera invitado a pasear. Y ese "claro" fue mucho más que un acuerdo, mucho más que un permiso; dejó caer toda su profunda claridad, esa estela de humildad y normalidad por las cuales era lo que era, lo que jamás habría dejado de ser, una mujer tan simple como excepcional. Esa diafanidad echó del mundo toda mancha, borró de cuajo las dudas y padecimientos de los sufrientes, inauguró un potrero detonado de calandrias; las miserias del mundo dejaron de ser tales por un instante, ese momento infinito donde una mujer simple se sintió más mujer que nunca, más acompañada, aunque jamás había dudado de la cercanía de él.

Él le dijo "¿Querés casarte conmigo?". Ella le contestó "Claro", como si la hubiera invitado a pasear.

Como eran lo que eran, dos humildes, solitos y sin avisar a los hijos, se fueron hasta el Juez de Paz del pueblito que los vio nacer y desde donde muy pocas veces salieron y le confesaron un amor de siglos, a pesar de que eran una pareja matrimonial de sólo 50 años. De allí hasta la capillita del alto, donde el santo más grande tenía apenas unos centímetros de altura y kilómetros de misterio. Y dijeron al curita que habían decidido formalizar lo que mucho antes, desde cuando eran apenas unos adolescentes, se había constituido en el sentido de sus vidas, reconocerse uno para el otro. 


Él atrajo hacia sí sus manos de jazmín tembloroso y en el dedo anular puso como flecha de amor el anillito que fue de su bisabuela, aquella que fue arrancada de su vivienda por las mazorcas de Rosas; entonces ella no dejó de temblar hasta que él le besara la frente y le dijera un secreto dulce al oído. 


Así como volvieron, solitos y triunfantes, empujados por la sal de las lágrimas, de la manito, sin arroz ni murmullos y se fueron hasta el rancho donde no había agasajo ni música, salvo la que un ruiseñor de cuello azul había dispuesto para esa hermosa ceremonia del corazón. 


Cuando la noche entraba, ella, como todos las jornadas, puso la mesa, esta vez con un mantel de fino hilo que tejiera al croché en noches de insomnio cuando él deliró durante varios días, víctima de una fiebre rara. 


No importa qué comieron. No importa qué bebieron ni a qué hora de esa noche de humilde gala se subieron a la barca del lecho común. Importa que fueron cada vez más felices con tan poco, con tanto.