En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, tal ha sido tu beneplácito. «Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso. Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,25-30).

 

En un estanque vivía una colonia de ranas. Y el sapo más viejo se creía también el más grande y el más fuerte de toda la especie. Cada mañana se posaba a la orilla del estanque y comenzaba a hincharse para atraer la atención de sus vecinas y para presumir su “grandeza” y su fuerza. Un buen día se acercó un buey a beber; y el sapo, viendo que éste era más grande que él, comenzó a hincharse e hincharse, más que en otras ocasiones, tratando de igualarse al buey. Y tanto se infló que reventó. Así sucede también a muchos hombres que, por su ambición, su soberbia y prepotencia tratan de igualarse a otro buey. Ya muy bien lo decía san Agustín: "La soberbia no es grandeza, sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano". Las “cosas” de Dios no las pueden entender los arrogantes, por más que deseen explicarlas. Sólo los pequeños, los humildes y los mansos tienen la capacidad para acoger al Señor y a su Buena Nueva. Ludwig Feuerbach (1804-1872) y Friedrich Nietzsche (1844-1900), dos filósofos ateos del siglo pasado lanzaron sus teorías del "super-hombre" y del dominio del más fuerte. Estas ideas desembocaron en la prepotencia nazi, en un racismo aberrante y en las múltiples formas de totalitarismo ateo que perseguía todo tipo de religión, especialmente la católica. Cuando el Papa Francisco visitó en Jerusalén el Museo “Yad Vashem”, (el de los nombres de las víctimas del Holocausto), dijo que el nazismo fue una  vergüenza: “Debemos avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú Señor modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida. ¡Nunca más, Señor, nunca más!”. Aquellas ideas fueron las causantes de la segunda guerra mundial y originaron un abismo de inhumanidad que ni siquiera excluyeron los terribles campos de concentración y de exterminio. Esa triste "ley del más fuerte" impone muchas veces el criterio de comportamiento entre los hombres, ¡tan penosa y de tan lamentables consecuencias para la convivencia humana! Y es que el poder, la ambición desenfrenada y la soberbia prepotente pudren el corazón de los hombres y crea verdaderos infiernos en la tierra.

 

El evangelio de hoy señala que hay que aprender de Jesús a ser mansos y humildes: "Tomen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas". Hoy pareciera que quien triunfa, es el hombre fuerte, el grande, el poderoso, el violento. El pequeño, el débil, el pacífico y el humilde ni siquiera es tomado en cuenta; más aún, muchas veces es ridiculizado y emarginado. El mismo Nietzsche se mofaba de la humildad, diciendo que era "un vicio servil y un comportamiento de esclavos". Con su soberbia, terminó suicidándose. Pensamos que las gentes felices del mundo son los ricos, los poderosos, los grandes, los prepotentes y los soberbios. Sin embargo, nuestro Señor llamó "dichosos" precisamente a los de la parte opuesta: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los pacíficos, los que padecen persecución... porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 1-12). Mientras los soberbios espantan, ahuyentan o dividen, los mansos son humildes que atraen, y congregan. Francisco de Asís, en sus “Alabanzas al Altísimo” afirma que Dios es humilde: “Tú eres la humildad”.  Y en las “Admoniciones” destaca que “Cada día él se humilla, como cuando desde la sede real baja al seno de la Virgen.  Cada día desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote”.  No hay dudas que Dios es humilde.  La humildad no consiste en “ser” pequeños, porque uno puede ser pequeño y arrogante al mismo tiempo.  No consiste en “sentirse” pequeños y sin valor, porque esto puede nacer de un complejo de inferioridad.  No consiste ni siquiera en “declararse” pequeños, porque muchos afirman no valer nada, sin creer de verdad en lo que dicen.  La humildad consiste en “hacerse pequeños”: esta es la simplicidad de Dios.  La humildad nace del amor, el cual es el don gratuito de sí mismo.  En el “bajar” encontraremos la sorpresa de encontrar a Dios, porque Dios es humildad, es amor que se dona sin esperar contracambio. Charles de Foucauld llegó a exclamar: “Dios mío, en un tiempo yo creía que para llegar a ti fuese necesario subir: ahora he entendido que es necesario bajar en humildad”.