El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Jesús le dijo: "¡Mariam!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "Raboní!, es decir, "¡Maestro!". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor (Jn 20,1-18). 


"Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Es el grito de María Magdalena, que busca y no encuentra. Su Maestro está ausente del sepulcro. Nos encontramos en el primer día después del sábado. José de Arimatea y Nicodemo han respondido amando al Amor: han preparado el domingo de Pascua, sepultando el cuerpo de Jesús el viernes santo. Ahora nos encontramos en el primer día de la semana, que se ha convertido en el día del Señor: el domingo. La gran sorpresa de la mañana de la nueva Pascua es el sepulcro vacío. ¿Cómo es que el Señor no está donde había sido puesto para siempre? Es una ausencia indebida, más angustiante que la misma muerte, que destruye la única certeza indudable. En efecto, nacemos e ignoramos cuánto tiempo viviremos y cuándo moriremos. Pero de lo que estamos seguros, es que un día volveremos a la tierra de la cual hemos salido. El sepulcro es el lugar del encuentro universal, y en griego se expresa a través del término "mnemeion", que significa "recuerdo". Es lo que siempre deberíamos recordar, ya que allí, todos los hombres y mujeres son reunidos, víctimas de la muerte, pero sin olvidar el sentido de trascendencia que Dios ha sembrado en el corazón humano. María se encuentra con el sepulcro vacío y el deseo. No puede abandonar ese lugar donde Jesús, en el extremo de su amor ha llegado. Aquí termina la búsqueda y comienza la espera llena de esperanza. Ante el sepulcro vacío ya no hay nada más que buscar, sólo cabe esperar. Esta mujer llora. Lo había dicho Jesús: "Llorarán y gemirán. Ustedes se entristecerán, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16,20), porque "los veré de nuevo, se alegrará vuestro corazón y la alegría que tendrán, nadie se las podrá quitar" (Jn 16,22-23). Las lágrimas son las aguas natalicias, de las cuales surge el amado. Hay realidades que solo las ven los ojos que han llorado. Las lágrimas de María, como las de Jesús (cf. Jn 11,35), riegan la tierra y hacen surgir el amado. El amor muere donde no es correspondido y nace donde es amado.


 "María se dio vuelta y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció" (20,14). Debe mirar en el lado opuesto a la muerte para encontrar a Jesús. No debe mirar ya al sepulcro si es que quiere encontrar al Señor de la Vida. "Miren hacia él y quedarán resplandecientes" (Sal 34,6). El Señor siempre está a nuestras espaldas porque no cesa de buscarnos. Todos los relatos de apariciones del Resucitado son narraciones de "reconocimiento". La iluminación no es ver a otro más allá de lo que es, sino tener ojos y corazón nuevos para ver al Otro que está siempre ahí en búsqueda. María, como los discípulos, sintetiza su experiencia diciendo: "He visto al Señor". El testimonio de un encuentro es lo que engendra la fe. A lo largo de todo el relato del evangelio de este Domingo de Pascua se puede observar que quienes van al sepulcro pasan de un simple "mirar" (en griego "blépo") a un "contemplar" ("theoréo") hasta llegar a "ver" ("oráo"9 que es lo propio de la fe. El día de la Resurrección se da una verdadera educación de los sentidos. Desde los ojos hasta el corazón. El amor siempre tiene ojos nuevos. El sepulcro se ha convertido en el lecho nupcial, preparado por el Esposo para quien entre en él. Y todos entraremos allí. Pero en él no encontraremos más el dominio de la muerte, sino la comunión plena con el Señor de la Vida. Desde hoy la muerte ya no es más muerte: nuestro límite se convierte en comunión con aquel que es Amor absoluto y Peregrino resucitado. Hoy ha resucitado el Amor. Oremos que sea sepultado el flagelo del virus para que vuelva a florecer la vida con todo su esplendor.