Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Él les dijo: "¡Hipócritas!", y llamando otra vez a la gente, les dijo: "Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre". (Mc 7,1-23).


Jesús llama a los fariseos con un término fuerte: "¡Hipócritas!". La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de toda la Biblia y el motivo es claro. Como dice un viejo proverbio: "La hipocresía es el impuesto que el vicio paga a la virtud". Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone en segundo lugar, situando en el primero a las criaturas. El profeta Samuel afirma que "el hombre mira la apariencia, pero el Señor mira el corazón" (1 Sam 16,7): cultivar la apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a Dios. La hipocresía es, por lo tanto, esencialmente, falta de fe; pero es también falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido que tiende a reducir a las personas a admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que las ve sólo en función de la propia imagen. Jesús mismo les llama a los fariseos "sepulcros blanqueados", que por fuera parecen llamativos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia (cf. Mt 23,27-28). La revolución llevada a cabo en este campo por Jesús es de un alcance incalculable. Antes de él, la pureza se entendía en un sentido ritual y cultural; consistía en mantenerse alejados de cosas, animales, personas o lugares considerados capaces de contagiar negativamente y de separar de la santidad de Dios. Jesús elimina todos estos tabúes. Ante todo, con los gestos que realiza: come con los pecadores, toca a los leprosos, frecuenta a los paganos: todas actitudes consideradas altamente contaminantes.


Contra el intento de algunos judeo-cristianos de restablecer la distinción entre puro e impuro en los alimentos y en otros sectores de la vida, la Iglesia apostólica recalcará con fuerza: "Todo es puro para quien es puro" (Rom 14,20). Citando a Isaías, en el evangelio de hoy, el énfasis se pone en la pureza del corazón. San Agustín escribe: "Tiene el corazón sencillo y puro sólo quien supera las alabanzas humanas y al vivir está atento y busca ser agradable sólo a aquél que es el único que escruta la conciencia". Pero hay hipocresías individuales y sociales. "El hombre -escribió Pascal- tiene dos vidas: una es la auténtica y la otra es la imaginaria que vive de la opinión suya o de la gente". La tendencia evidenciada por Pascal ha crecido enormemente en la cultura actual, dominada por los medios de comunicación masivos, cine, televisión y mundo del espectáculo en general. Descartes dijo: "Cogito, ergo sum" (Pienso, luego existo); pero hoy se tiende a sustituirlo con "aparento, luego, existo".


De origen, el término "hipocresía" se reservaba al arte teatral. Significaba sencillamente recitar, representar en el escenario. El origen del término nos da las pistas para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona y pasar a ser personaje. Una vez leí que "el personaje no es sino la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje una careta. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado, ampuloso y mentiroso". Pero también existe una hipocresía religiosa. El mártir san Ignacio de Antioquía sentía la necesidad de prevenir a sus hermanos en la fe, escribiendo: "Es mejor ser cristianos sin decirlo que decirlo sin serlo". La hipocresía acecha sobre todo a las personas piadosas y religiosas. El motivo es sencillo: donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad, de la virtud o de la ortodoxia, ahí también es más fuerte la tentación de ostentarlos. La hipocresía más perniciosa es esconder la propia hipocresía. En ningún esquema de examen de conciencia recuerdo haber encontrado la pregunta: ¿He sido hipócrita? ¿Me he preocupado de la mirada de los hombres, más que la de Dios? Sería una contribución preciosa para la sociedad y para la comunidad cristiana si tuviéramos despierta en nosotros, la nostalgia de un mundo limpio, sin hipocresía; en el que las acciones se correspondan a las palabras; las palabras a los pensamientos; y los pensamientos del hombre a los de Dios.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández