Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: “El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Pero  a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco".  Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt 25,1-13).

 

Esta parábola de Cristo ha despertado siempre, con su dramatismo, la imaginación de los cristianos. Ese terrible final del quedar afuera, de la voz que sale de adentro diciéndonos “no los conozco”. Frase famosa, ya que era la que en las escuelas rabínicas, cuando el alumno se portaba mal, le lanzaba el maestro, “no te conozco”, prohibiéndole así durante siete días todo trato con él. Alegría de las fiestas de boda, encuentro en las calles del cortejo del novio con el de las amigas de la novia, cantos, luces de antorchas. Traducir “lámparas” es incorrecto, porque uno podría pensar en esas lamparitas de aceite, hechas de barro, que se encuentran en todos los museos y se usaron durante siglos en la antigüedad. Pero no: ellas solo servían casi como velador, como mucho para un pequeño escritorio y, además, en griego se llamaban “líjnoi”. Aquí el texto griego dice “lampades”, es decir palos en cuyas puntas se arrollaban trapos o estopa impregnados de aceite. Daban una buena llama, chispeante, alegre, pero de duración menor. Había que tener aceite en previsión para, una vez raspados los restos carbonizados de la estopa, volver a empaparlos. Para un oriental la imagen de las luces y el festejo nocturno se asocia siempre a la alegría de la fiesta, del tiempo compartido, del vino y del banquete. Es obvio que en labios de Jesús la parábola apunta a los últimos tiempos. Es la luz que los hebreos identificaban con la sabiduría de Dios. Por eso las muchachas que están bien provistas de aceite son llamadas por nuestro evangelio “prudentes”. El término no traduce bien al original griego “frónimoi” que, más bien, significaría “sensatas”, “inteligentes”, o “sabias”, con esa sabiduría o ciencia no de academia, sino de vida que ilumina al hombre para conducirlo en la tarea de lograr felicidad tanto para sí como para los demás. El adjetivo griego para “necio” es “móros” (en español: estúpido, ignorante), con el que se describe una acción inadecuada, una falta de reflexión o premeditación. Las realidades importantes no se improvisan con la indiferencia, sino que se preparan con la prudencia, para no llevarse la sorpresa de la puerta cerrada.

 

Diferentemente a otras parábolas, aquí no se habla de la vigilia de la espera, del no dormirse, del estar atentos. En realidad, tanto las muchachas inteligentes como las necias se adormilan de igual manera. El asunto está en la previsión, en el vivir habitualmente dependiendo de la luz. Esa luz no se puede adquirir fácilmente a último momento. Al banquete celestial no podemos entrar llegando tarde y golpeando la puerta desesperados. Es verdad que Dios es capaz de salvar aún al buen ladrón en el último instante de su vida. Pero ciertamente ese instante viene preparado por actos y pensamientos anteriores. En la misma situación el otro ladrón se burla de Cristo. Es evidente que había algo en ambos, preparado desde antes, que los hizo responder en esa instancia a uno bien y al otro mal. Es por eso que a uno la comunión lo santifica y al otro no le hace nada.  Dios quiere que las grandes decisiones las hagamos desde el fondo mismo de nuestra responsabilidad y libertad personal. Quien conserva aceite en sus reservas vive sin sobresaltos su existencia normal en una actitud cristiana que impregna todo lo que hace. Cierta vez, a san Luis Gonzaga, el hijo mayor del marqués de Castiglione, que había renunciado a sus derechos de sucesión para hacerse jesuita, mientras estaba en un recreo jugando, le preguntaron qué es lo que haría si se le revelaba que en diez minutos moriría. Contestó: “seguiría jugando”. Porque Luis tenía abundante aceite en sus frascos, y jugando o rezando, dormido o despierto, estuvo siempre preparado para recibir, con la antorcha encendida, a su Señor.