Jesús llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos». Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo (Mc 6,7-13).

La ubicación de este discurso de Jesús no es casual.  La misión del discípulo se encuadra entre el rechazo hacia él en su pueblo de Nazaret (6,1-6) y el martirio de Juan el Bautista (6,14-21).  Se trata de un contexto dramático.  El discípulo de Jesús debe saber que la misión se desarrolla entre el rechazo y el martirio.  Las recomendaciones de Jesús a los misioneros son al mismo tiempo, simples y radicales.  Ellos deben tener clara conciencia de un envío querido por él y no de parte de aquellos que son enviados: “Llamó a los doce y los envió”.  “Enviar” hace alusión a un “salir de uno mismo” para ir a parajes y pueblos nuevos, siempre en viaje, cumpliendo una tarea no en nombre propio sino en el nombre de Jesús.  Todo esto se encierra en el verbo del envío: “apostello” en griego.  El Maestro desea que sus discípulos vayan “de dos en dos”, y no “de uno a uno”.  La primera predicación es sin palabras y se presenta en este “acompañarse mutuamente” como expresión del misterio de comunión que es la esencia de la Iglesia, tal como lo enseñó magistralmente el Concilio Vaticano II.  ¿Por qué fueron enviados de dos en dos?  Responde san Agustín: “Porque el amor no puede darse entre menos de dos”.  Es indispensable que haya entre los evangelizadores un amor sincero y manifiesto, alejando las envidias y los celos que son, por desgracia, tan frecuentes en las estructuras eclesiales. Decía san Francisco de Asís: “Predica el Evangelio en todo momento, y cuando sea necesario emplea las palabras”. Esta frase expresa de modo magistral, por su sencillez y profundidad, la tarea y misión de cualquier discípulo de Jesús: proclamar la Buena Noticia. El juego sutil de aquellas palabras esconde un gran reto para todo creyente: que nuestra vida hable por sí sola del Evangelio, que tenga sabor a Evangelio, que desprenda el olor suave y agradable del Evangelio. Y si fuera preciso, usar las palabras para dar razón nuestra fe y de las maravillas que Dios hizo y hace en nosotros. Pablo VI, que será canonizado el próximo 14 de octubre, dejó una famosa y profética frase en la Exhortación Apostólica “Evangelii nuntiandi” (n.41), corroborando esta afirmación franciscana: “El hombre contemporáneo está cansado de palabras, por eso escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque son testigos”.


El envío es seguido por una orden que tiene su raíz en la necesidad del desapego que acompaña toda llamada: ni pan, ni alforja, ni dinero: sólo un bastón, un par de sandalias y una túnica.  Este es un desapego que implica fe, libertad y desprendimiento sin cálculos.  Un discípulo cargado de valijas se transforma en un personaje sedentario, conservador, incapaz de acoger la novedad de Dios y muy hábil para encontrar miles de justificativos con tal de no dejar la casa.  Cuando hay que hacer muchas valijas para partir, significa que hay demasiadas seguridades a las que renunciar.  El desapego es expresión de fe, ya que es el signo de que la seguridad no está puesta en uno mismo, sino en la confianza plena en Dios, sin retaceo alguno.  Es el Señor mismo quien provee, y la seguridad no se encuentra en nuestras provisiones sino en un Dios que es siempre providente. En este pasaje, el evangelista Marcos no quiere de ninguna manera prescribir una moda de vestir ni de calzarse, sino mostrar, en esta primera misión de los Doce, la actitud de disponibilidad total y urgencia de cometido que han de tener siempre los discípulos de Cristo, clérigos o laicos, cuando se trata de cumplir los mandatos del Señor. Hay que ir desarmados, sin agresividad ni prepotencia, proponiendo la buena noticia con mansedumbre y respeto hacia todos, sin acepción de personas.


Jesús pide ir a las casas.  Es que la meta de los evangelizadores es la familia, no el individuo aislado.  Los apóstoles son enviados a las casas y deben permanecer en ellas el tiempo que sea necesario.  El hogar ha de ser el primer ámbito donde se anuncie el evangelio. En él se ha n de formar las personas, en él se ha de educar en la fe, y desde él botará la fuerza necesaria para el justo y siempre necesario cambio social.