A pesar de los informes de organismos internacionales que indican que Argentina es uno de los países con un índice de corrupción preocupante entre los países de América latina, todos sabemos que este flagelo engloba como nunca al mundo contemporáneo, y también sorprenden los Estados europeos que muestran al hombre público colmado de frivolidad, degradado y sin honor ante cualquier prueba que le señale por su conducta no debida.

En toda sociedad existe el "hombre enquistado", personaje que gira siempre en torno a cargos y prebendas que puede obtener mediante sus propios tratos, sin importar el mérito que esa sociedad le otorgue, transformándose en un hacedor permanente de dolor comunitario, y por cuyas acciones el gran perjudicado será siempre, tarde o temprano, el pueblo en su conjunto.

Este ser despreciable que cohabita entre las estructuras de las corporaciones y los gobiernos de turno, es conocedor de los guiños que debe utilizar para continuar su carrera ascendente, siendo comparables sus formas de existencia con las de un quiste de cualquier ser vivo. Puede envolver totalmente al miembro afectado hasta consumirle o inutilizarlo si no se lo combate o extirpa a tiempo.

En la medida que estos agentes encuentran terreno fértil para su desarrollo, se expanden y mimetizan en el cuerpo social a los que no es fácil distinguirles pero que existen y bañan de sospechas fundadas todo lo que miran y tocan. Viven al acecho y las sociedades no atinan a defenderse oportunamente de este mal que crece de modo subterfugio, debido a que la corrupción en estos casos reúne características muy sutiles que si bien a todos molesta y todos la critican y señalan, cuesta descubrir porque en el marco de la legalidad las pruebas pierden consistencia o se diluyen.

Cuando el manejo de la cosa pública se ve infiltrada por la especulación de la pseudo política, la política como arte para conducir a los pueblos pierde su eficacia, y como ciencia política a la que Jean Bodín consideraba la princesa de las ciencias, se desprestigia a niveles impensables, a tal punto que el Estado pone en jaque su soberanía, la economía se convierte en instrumento de la especulación financiera y del capital espurio, mientras se degrada todo lo relacionado con la educación y la cultura nacional.

En un Estado que se desnaturaliza con estas condiciones no impera la justicia ni reina la paz, dos condiciones esenciales para el funcionamiento armónico de las instituciones. Los conflictos se generan en todos los sectores y como el Estado no puede dar respuestas a ninguna inquietud orgánica del pueblo, adopta en la praxis la modalidad de disfrazar los consensos.

Las soluciones no van a llegar nunca en el marco expuesto porque en las estructuras de poder del Estado viven estos hombres corruptos. Realidad del mundo que agobia. Esto significa que el cerebro del Estado ha sido tomado, invadido por el hombre enquistado que gradualmente fue ascendiendo en el tiempo y creciendo en el espacio. Este ser abominable comienza a pudrirse y despide mal olor asfixiando el cerebro. Ya no sirven las mañas ni las uñas largas. Ya no cuentan las estrategias ni los buenos deseos.

La gente común les huele y los distingue, comienza a identificarlos. Los señala con el dedo. Estos seres putrefactos cobran forma y son designados con sus nombres y apellidos.

La otra parte del plan maléfico empieza su ejecución, compran la huida pero en esa huida caen pertrechos y dejan pruebas que hasta el hombre en la calle las detecta. El poder sin autoridad moral no existe cuando el cerebro se contamina, hay que oxigenarlo, hay que recuperarlo, hay que salvarlo. Es sólo un problema de autoridad moral.