Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?". Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?". Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?". "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba (Jn 1,6-28).

La liturgia nos ofrece hoy la ocasión de completar el conocimiento de "aquel que debe venir", que se inició el domingo pasado. A los títulos de "Cristo" y de "Hijo de Dios" con los que Marcos nos hablaba el domingo pasado refiriéndose al "ser" o de la persona de Jesús, se añade el título de "Salvador", que se relaciona con su "actuar", es decir, la salvación. El nombre completo de Jesús es: "Jesucristo, hijo de Dios y Salvador". Así lo llamaban las primeras generaciones de cristianos. Conviene recordar el símbolo del pescado que aparece representado en las catacumbas y en el arte paleocristiano. En griego, "pez" es indicado como "Ichthys", cuyas letras constituyen las iniciales de las palabras: Jesucristo, hijo de Dios Salvador. Era un modo de profesarse y reconocerse como discípulos de Jesús con un simple signo, sin poner en peligro la vida misma. Todos los domingos de Adviento se caracterizan por la insistencia en el tema de la salvación. En la primera lectura, el profeta Isaías canta: "Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios. Porque él me vistió con las vestiduras de la salvación" (Is 61,10). En el salmo responsorial, escuchamos esta frase que recuerda al canto del Magnificat de la Virgen: "Mi alma se regocija en mi Dios". Tanto Isaías como María hablan en nombre de Sión y de la Iglesia: representan a la humanidad redimida o en espera de la redención. También Juan el Bautista, en el evangelio de hoy, nos dice que viene como "testigo de la luz"; es decir, como predicador de la salvación. Se reconoce "instrumento", no "compositor". Esto me hace acordar al siguiente relato. Un organista de la iglesia estaba practicando una pieza de Félix Mendelssohn y no estaba tocando muy bien. Frustrado, recogió su música y se dispuso a retirarse. No había observado a un extraño que se había sentado en un banco de atrás. Cuando el organista se dio vuelta para irse, el extraño se le acercó y le preguntó si él podía tocar la pieza musical. El organista respondió bruscamente: "Nunca dejo que nadie toque este órgano". Finalmente después de dos peticiones amables más, el músico gruñón le dio permiso de mala manera. El extraño se sentó y llenó el santuario de una hermosa e impecable música. Cuando terminó, el organista preguntó: "¿Quién es usted?". El hombre contestó: "Yo soy Félix Mendelssohn". El organista, por muy poco, impide al creador de la canción que tocara la propia música. Por el contrario, Juan el Bautista no se cree dueño de la salvación, sino simple y dócil instrumento.

El Precursor también se presenta como "la voz que grita en el desierto". En múltiples ocasiones nos sucede que, por ser fieles a nuestros principios inspirados en la fe, debemos sufrir persecución o críticas. Pobre de aquel que vive pensando en lo que otros dirán por ser coherente. "Al hombre de cada siglo le salva un grupo de hombres que se oponen a sus gustos". Esta frase del escritor inglés G. Chesterton es una ley histórica que hoy tiene más sentido que nunca. Y que es más difícil, porque nunca fue tan fuerte la corriente que nos empuja a ser como los demás. Es más fácil, sencillo y agradable entregarse en las manos del conformismo o de las componendas. Tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es y a creer lo que se cree no por el necio afán de "ser diferente", sino por fidelidad a nuestra propia alma. Adviento es tiempo propicio para vivir con docilidad, no la imposición de los caprichosos, sino la conciencia y el evangelio que libera. Es también el tiempo para abandonar el miedo y asumir el coraje de la convencida coherencia.