El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: "Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!"  También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían. "Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!"  Sobre su cabeza había una inscripción: "Este es el rey de los judíos".  Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros".  Pero el otro lo increpaba, diciéndole: "¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo".  Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino". Él le respondió: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23,35-43).


Se celebra hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Curiosamente se nos presenta al Señor, no en un trono real sino clavado en una cruz. Al pie de la cruz están el pueblo, los jefes de los judíos y los soldados. Pero nunca se aparta la atención del Crucificado: a él se mira, de él se habla y siempre está en cuestión su identidad. El pueblo está inmóvil, mirando. El verbo griego "theorein" significa un mirar con interés, participativo, no simplemente curioso o indiferente. Los jefes y los soldados lo escarnecían repetidamente. Los primeros se burlan por su pretensión mesiánica y creerse querido por Dios con amor de predilección: el Elegido. Los segundos, por su pretendida realeza. Colocado en este preciso momento, hasta el cartel con la inscripción de la condena parece acentuar la burla. En la cruz Jesús ha sufrido, por última vez, la tentación, que ahora no proviene ya de Satanás sino de los jefes y de los soldados, y poco después, también de un malhechor crucificado con él: Si eres el elegido de Dios, ¿por qué Dios no te ayuda? ¿no es su silencio la prueba de tu equivocación? Pero a estas preguntas, el Dios del Crucificado no responde. Es precisamente por este "silencio" por lo que la muerte de Jesús pide, antes que un acto de amor a Dios, un acto de fe en el amor de Dios, presente bajo el velo del silencio. Nótese la insistencia del "sálvate a ti mismo", dirigido a Jesús, por los tres representantes de la incredulidad: los jefes, los soldados, uno de los dos malhechores. Es una provocación irónica. Pero Jesús no responde a la provocación. Renunciando a salvarse a sí mismo, permanece solidario de todos los hombres, que, en la muerte, sólo de Dios pueden esperar la salvación.


Los dos malhechores son figuras radicalmente opuestas. El primero es, probablemente, un indomable zelote, que hasta en la muerte continúa fiel a su opción de rebelarse contra el dominio extranjero para instaurar el reino de Dios.  Para él un Mesías que muere en la cruz y no se salva a sí mismo ni salva a los que han luchado por su causa representa una incomprensible contradicción. El verbo usado por el evangelista Lucas es "blasfemar", que expresa al mismo tiempo, burla e irreverencia. Como siempre ante la burla, Jesús calla. Pero interviene el otro malhechor: "¿Ni siquiera tú tienes temor de Dios?". Para la Biblia no temer a Dios es la actitud del necio y del impío. Y el "ni siquiera tú" parece introducir un agravante respecto a las burlas de jefes y soldados. Aquellos insultan a Jesús estando al pie de la cruz, ajenos a su muerte; él en cambio, lo insulta compartiendo el mismo suplicio. ¿No debería tener, al menos, un poco de comprensión? ¿por qué añadirle todavía más sufrimiento? El segundo malhechor, por el contrario, confiesa su propia culpa, reconoce la inocencia de Jesús y se confía a él. Acogiéndole prontamente, Jesús cumple, en su muerte, lo que ha hecho a lo largo de toda su vida: acoger a los pecadores (cf. Lc 15,2). Y al mismo tiempo, muestra que su salvación es diferente a la soñada por los jefes, los soldados y el malhechor empedernido. Un pecador mira a Jesús en la cruz, pide perdón, y es acogido en su reino. Otro, pecador como el primero, mira al mismo Jesús y blasfema de él. Ante la cruz, como ante cualquier otro gesto de Dios, sólo hay dos salidas: recordar que Dios siempre está dispuesto a perdonar y no olvidar nunca que el santo temor nos hace humildes y vigilantes. Jesús salva a otros y no busca salvarse a sí mismo. Esta es la nueva imagen de Dios: él no pide sacrificios al hombre, sino que se sacrifica por el hombre. Como dice uno de los ladrones: "Él no ha hecho nada de malo". En estas palabras se encierra la verdadera realeza de Jesús: nada de malo, ninguna semilla de odio, inocencia nunca vista.