Nueva crónica de tristeza ha subido al escenario del tango, pero esta vez con una herida irreparable.  
Años ha. En el escenario de Canal 8, que han preparado don José L. Rocha y su esposa Lola para el gran programa San Juan en Alta Visión, se ha parado enhiesto y con evidentes cualidades de artista un morochito que ya ha hecho sus primeras armas en la música popular melódica. Tiene pinta y estirpe. Con los años, se daría cuenta que estaba hecho para el tango. Fue cuando se entregó de sueño y alma a esa música orillera y triunfal que nos distingue en el mundo, con nada comparable por su profundidad y valor musical.  


Hablo de Hugo Ruades, que encaró la canción como quien desafía a un toro bravío; se la echa al hombro y la nostalgia para que la canción se reivindique a sí misma, sea el símbolo de su propia dignidad, lo que sólo ocurre cuando es bien interpretada. En los últimos años, nuestro cantor se metió en la piel de Carlos Gardel y el acento del que cada día canta mejor le sentó como a los dioses. El gran zorzal, entonces, lo amparó desde su candelero de mística y calidad incomparables, para que Hugo Ruades demostrara que hay que cantar muy bien para que Gardel no resulte una quimera inalcanzable y pueda ser, de algún modo digno, un hito posible.  


Siempre he afirmado que para cantar tangos hay que ser buen cantor. Es uno de esos géneros con el que no se puede especular. El tango no se tararea ni se "chamulla al cuete". Sin pasión no hay tango. Y a veces alcanza y sobra con una voz pequeña, si es decidora, sabrosa y pasional, aunque generalmente los tangueros disfrutan de una gran voz, como la tuvo nuestro homenajeado. Este amigo que acaba de irse repentinamente era eso: un formidable cantor de tangos, en una tierra que dio a dos de los más grandes de la historia de esta música, los comprovincianos Jorge Durán y Alberto Podestá.  


Campanas que simulan pianos ascienden a lo celeste a homenajear al cantor. Silbidos de trasnochados que dejan los últimos cafés se inspiran en violines. El último organito se ha puesto traje de bandoneón y te sale a tributar poemas quejumbrosos, Hugo. Llevo en el alma la última juntada en una calle sanjuanina, hace poco.  


En una nube con alada forma de contrabajo te sale a buscar un porteño que acaba igualmente de irse de esta tierra donde vino hace varios años a sembrar quimeras de tangos: Ricardo Sáenz. Clarito los veo abrazarse, y a un zorzal alcanzar un micrófono de luna para que te presente en el nuevo proscenio donde has de cosechar eternidad.