Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso.  Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a éstos a su izquierda.  Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,31-46).

 

La Iglesia culmina hoy el año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. En la escena política, los reyes ya no tienen relevancia.  Cuando decimos de una persona que “es un rey”, queremos significar con ello que irradia dignidad.  En cambio, si alguien quiere estar siempre en el centro, ser el rey, nos repele.  Es una persona que quiere estar siempre en el punto de mira de la atención y determinarlo todo.  En los cuentos y en los mitos, el rey siempre es un arquetipo, una imagen del hombre íntegro, del hombre que se gobierna a sí mismo y no se deja dominar por otros poderes. La filosofía griega, por ejemplo Platón, contempla en el rey al hombre verdaderamente sabio, aquel que posee el saber y las ideas. En la Sagrada Escritura, Jesús es nombrado rey únicamente en las parábolas y en el relato de la Pasión. En el discurso del juicio final, Jesús se compara con el rey que dice a las ovejas: “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (Mt 25,34).  En la cruz “pusieron un letrero con la causa de su condena: ‘Este es Jesús, el rey de los judíos’ (Mt 27,37).  La gente se burlaba de él: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Lc 23,37).  Para los romanos, el título real de Jesús es la causa de su ejecución; para los judíos, la ocasión de burlarse de él.  Jesús no corresponde a la idea de rey que tienen ellos. 

 

Juan, en su evangelio, nos muestra qué es lo que entendía Jesús acerca de su condición de rey.  Durante el interrogatorio, Pilato pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Jn 18,33).  Jesús le contesta: “Mi reino no es de este mundo.  Si lo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos.  Pero no, mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36).  Con esta frase, Jesús interpreta su realeza de una manera nueva.  También nosotros podemos decir de sí mismos: “Mi reino no es de este mundo”.  Hay dentro de nosotros un ámbito sobre el cual el mundo no tiene poder.  Hay en nosotros una dignidad real que nadie nos puede quitar: nuestra realeza interior.  Allí donde soy del todo yo mismo, ahí soy invulnerable, porque allí está Cristo con su poder real.  La paradoja existe en el hecho de que Jesús habla de su realeza precisamente durante la pasión.  Cuando Jesús es condenado, flagelado, cuando es clavado en una cruz, él es rey.  Jesús atraviesa su pasión con una actitud soberana, en medio de las heridas y las humillaciones.

 

Esto significa que, también en nuestro camino de la cruz, la condición de nuestra realeza interior queda intacta.  Incluso, cuando somos incomprendidos por otros, heridos o ridiculizados, hay algo en nosotros que queda invulnerado.  Cuando Pilato pregunta a Jesús: “¿Entonces, tú eres rey?” (Jn 18,37), Jesús le responde: “Soy rey, como tú dices.  Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad”.  Jesús entiende su realeza como misión de dar testimonio de la verdad.  Aquí se manifiesta la imagen griega del rey.  Jesús es el rey que levanta el velo que cubre la realidad. Jesús es el sabio que nos introduce en la verdad, y que nos hace participar de su sabiduría.  La palabra “saber” viene de “ver”.  Jesús ve las cosas en sus raíces.  Mira desde Dios a los humanos.  Sabe lo que hay en el hombre (Jn 2,25).  Su saber sobre lo que hay en el hombre culmina en la cruz.  Ésta es la imagen de la unión de todos los antagonismos.  En la cruz, Jesús es el rey que nos introduce en la verdad, que nos abre los ojos para ver en el fondo de todo ser, que Dios es amor. Contemplar a Jesús como rey es una invitación a descubrir la propia dignidad precisamente en los momentos de debilidad e impotencia.  Pero es en esos momentos, en los que siempre queda algo dentro tuyo, inalcanzable para los demás, algo divino.  Y es en esos momentos cuando imitamos a Cristo Rey, con una realeza interior que nadie nos puede arrebatar.