Ya se puede asegurar, sin lugar a dudas, que la estrategia del aislamiento (el más largo del mundo) que eligió el Gobierno nacional para pelearle a la pandemia, ha fracasado. Los resultados están a la vista: esta semana el país perforó la marca del millón de contagios, superando a España y Francia por ejemplo, y una proyección matemática indica que estamos a menos de un mes de llegar al podio mundial en cantidad de muertos por millón de habitantes. De la mano de esa situación sanitaria, las cifras que arroja la economía gracias al prolongado aislamiento obligatorio son calamitosas: la brecha entre el dólar real y el oficial llegó al 143 por ciento el viernes, produciendo un pico histórico que no se registraba desde la década del setenta, según algunos estudios privados. La tasa de desocupación subió hasta el 13,1% al término del segundo trimestre del año, con un incremento de 2,5 puntos porcentuales con respecto al 10,6% de igual período de 2019, y se espera que a fines de este año esté rozando niveles históricos que prefiero no mencionar. La catástrofe económica la arrancó el gobierno de Mauricio Macri, es cierto, pero también es verdad que este engendro político de kirchnerismo/peronismo moderno o moderado de Alberto Fernández, ayudado o no por el Covid-19, va en la misma línea o peor. A pesar de este trágico escenario, quizás podamos sacar algo bueno de tanta amargura, no olvidemos que después de lo ocurrido en 2001 vinieron años de una opinable bonanza y, coincide la mayoría, de recambio en la política del país. Justamente, como ocurrió hace 19 años, es hora de una oxigenación. Los nombres propios que actualmente dominan la escena están agotados y han perdido credibilidad hasta en sus seguidores. Cada vez hay menos radicalizados y ninguno de los bandos llega al 40 por ciento de los votos, lo que nos deja a todos sosteniendo gobiernos deslegitimados.


¿Qué pasó? ¿Por qué la política no supo conducir la mal llamada "antinomia" entre salud y economía? La respuesta a esas preguntas están en la génesis política de la coalición gobernante. Y cuando hablo de coalición, me refiero a la unión del peronismo conservador con el kirchnerismo, volcado hacia la izquierda aunque permanentemente maquillado para no perder elecciones; y el propio Alberto como mediador de ambos, jugado un partido propio y alejado del círculo del cristinismo. Son distintos pero se necesitan, se podría decir. Cristina Fernández eligió a Alberto porque sabía que con él podía captar (engañar) a la población que le tenía desconfianza y a quienes se habían decepcionado de Mauricio Macri luego de los tarifazos, la Reforma Jubilatoria, la inflación, el incremento bestial de la deuda externa y la caída general de la economía. Cristina logró su objetivo y la mixtura del kirchnerismo y el peronismo, por pocos votos de diferencia, volvió a conducir el país. Pero claro, las grietas naturales de pensamiento de aquel engendro electoral quedaron expuestas antes de tiempo, gracias a la crisis por la pandemia. Quizás esto debimos vivirlo sobre fines del mandato de Alberto, no ahora. Este sistema de gobierno y la política argentina no están hechos para un presidente débil, para un doble comando. Hay demasiado para resolver y todo ocurre muy rápido. El peronismo no puede disociar el manejo del Estado del poder político, es incapaz de hacerlo. Alberto tiene el Estado, pero debe compartir el espacio político y eso le carcome autoridad. No hay sello que valga. No hay Partido Justicialista que sirva para subsanar esa disociación.

Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner


Para desatar este nudo en el que se encuentra la política argentina, me parece, habrá que entender que el de Alberto es un gobierno muleto, no sirve para ganar. Esa, quizás, pueda ser la forma de ordenar la política argentina, aún hoy alineada alrededor de Cristina y Macri. Ellos se necesitan, uno no sobrevive sin el otro, por eso es necesario que esos dos actores ya no copen la escena política. Ya es hora de que surjan nuevos liderazgos, otras maneras, otros acuerdos políticos con figuras que entiendan que el centro de la escena es un estado finito, nada es para siempre. Mientras los argentinos no entendamos eso, probablemente sigamos girando entre los vaivenes del peronismo ciego y devorador, y opositores clasistas y egoístas, conducidos -ambos- por líderes que prefieren, cada vez con mayor fuerza y menor desparpajo, protegerse a sí mismos a pensar en lo mejor para todos.


La gestión de Alberto, casi aniquilada por el coronavirus, puede servir de escenario para nuevos actores políticos que consigan correr a los otros, los que nos pusieron en el lugar en el que estamos. Por eso es importante que el propio Alberto y toda la política argentina entiendan que este gobierno tiene que ser de transición, no de permanencia. Alberto nunca va a poder despegarse de Cristina. Él estará siempre y cuando ella sobreviva, no es posible un gobierno sólo de Alberto. 


El mundo intenta cambiar de rumbo. La política de los países ha cambiado, los actores son distintos a los que había hace dos décadas. En Argentina aún hablamos de Cristina, quien ordena el oficialismo y la oposición desde 2003 o antes; hace 17 años. Ya es hora de probar otras formas. Sin ir más lejos, Brasil y Estados Unidos, no hablaban de Trump y Bolsonaro hace dos décadas. Las cosas, las formas, la vida, van cambiando en todo el globo, pero la Argentina se resiste.


¿Hay nombres propios para liderar ese cambio? Realmente no lo sé y honestamente no sé si eso importa. Tendremos los líderes que nos merezcamos en el momento que eso ocurra. No es verdad que solamente Cristina pueda gobernar y no es verdad que sólo Macri pueda ganarle una elección al peronismo. No me preocupa quién venga, me preocupa que no venga nadie.


En San Juan, por ejemplo, ya se produjeron cambios incluso sin la necesidad de una gran crisis. José Luis Gioja y Roberto Basualdo, otrora líderes indiscutidos del peronismo y su oposición, ya no están en el centro de la escena. Quienes lideran ahora San Juan son Sergio Uñac y Marcelo Orrego. ¿Quién será mejor? El tiempo lo dirá, pero nadie puede negar que el cambio ocurrió y que fue beneficioso en términos de salud política. No quisiera volver a juzgar al gobierno anterior ni a su oposición, porque no se trata de una competencia. Se trata de valorar la potencia y la legitimidad de oxigenar los lugares de poder. En eso le asigno mucha responsabilidad al gobernador Uñac, quien tuvo claro desde el comienzo que los dobles comandos no sirven para este sistema.


Ahora, ¿alguien imagina a Cristina fuera de escena? Sí, hay que hacerlo. Macri es un problema de carácter distinto. Si Cristina se aparta, Macri no tendrá razón de ser. Es ella la que tiene que darse cuenta que lo mejor para el país es que dé un paso al costado. Esto tampoco es un juicio de valor sobre su gestión. Es que de una vez por todas, la política argentina debería estar pensando en el país y no en conservar a las personas. Las personas pasan. Alguna vez la muerte de Néstor Kirchner fue una tragedia para el peronismo, pero a una década de aquél hecho, la mística, el kirchnerismo y el peronismo, siguen sin problemas. Uñac usó varias veces al comienzo de su primera gestión una frase que me parece acertada, pero que luego quedó devorada por las circunstancias: "Hay que desdramatizar a la política". Es eso, ni más ni menos.