En el índice de transparencia que elabora anualmente la organización Amnistía Internacional, la Argentina obtuvo el año pasado 39 puntos sobre 100, ubicando a nuestro país en el puesto 85 del comportamiento ético de las 180 naciones analizadas. Vale aclarar que el número uno corresponde al estado menos corrupto.


Se trata de la mejor marca argentina desde 2012, cuando se cambió la metodología del análisis, y también menor a la obtenida en 2016, superando en transparencia a Brasil por primera vez desde 1996. El reciente informe es trascendente si tenemos en cuenta que se trata de la evaluación más prestigiosa y conocida en el mundo, en particular relacionada con la corrupción en el sector público, y basada en diversas fuentes y estudios de especialistas en la materia.


De todas maneras este puntaje sigue siendo preocupante si consideramos que estamos por debajo de la puntuación media mundial, pero debe reconocerse que vamos por el buen camino con solo comparar este ránking con los datos históricos de la última década. Revertir la tendencia negativa es mérito del actual Gobierno nacional que ha tomado medidas concretas para hacer transparente su gestión ejecutiva.


Pero la corrupción que padece la Argentina es estructural y se encuentra arraigada en la población, de manera que no bastan las decisiones políticas, por buenas que sean, sino que la gente de un giro conceptual desterrando la "viveza criolla'' y otras actitudes personales reprochables para que de esta manera se termine con la cultura de la transgresión en beneficio propio como estilo de vida.


No obstante, este saneamiento debe venir desde arriba, con el ejemplo que deben dar las autoridades y ya se observan resultados. Se ha reducido la burocracia y la discrecionalidad en la Administración Pública y se fortalecieron los organismos centrales en la lucha contra la corrupción. Por ejemplo, la función de la Unidad de Información Financiera y la Oficina Anticorrupción y en algunas provincias se limitó la reelección indefinida de los intendentes.


Vamos por el camino correcto y hay mecanismos para mejorar, caso de la modificación de la ley de ética pública que equipara al sindicalista a su condición de funcionario gubernamental, ya que administra fondos públicos a través de las obras sociales con la consecuente obligación de realizar su propia declaración jurada.