El nefasto piqueterismo terminó otro año colmando la paciencia de una mayoría silenciosa que por sus ocupaciones e indefensión debe someterse a los cortes del tránsito que alteran la rutina de la población activa. Este caos se sufre en las grandes ciudades, como la Capital Federal, pero ningún lugar del país está a salvo de una modalidad de protesta instalada en la década pasada por el garantismo ideológico.  


Como ha observado el presidente Mauricio Macri, los piquetes callejeros ya no tienen sentido, porque su gobierno abrió el diálogo con todos los sectores, tanto formales como informales. Una lógica lo llevó a reclamarle al jefe del Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, a que ponga límites a estas manifestaciones en 2017. El mandatario señaló a la ciudad autónoma porque sus calles se han transformado epicentro del piqueterismo de todo el país, ya que allí repercuten las más diversas manifestaciones, en su mayoría de perfil opositor y con la logística de barras bravas al servicio de la izquierda combativa. 


Es que la Argentina ha pasado de tener un gobierno intolerante, con una única verdad, a una gestión pública dispuesta a escuchar los reclamos sectoriales para alcanzar consensos en el marco de un país federal, ya que siguiendo esa línea, las diferentes administraciones provinciales y de distritos, están empeñadas en buscar soluciones a las demandas, escuchando a todos. 


Una oposición responsable no debe nutrir con rencores a un piqueterismo que buscó por todos los medios -incluyendo una convocatoria por las redes sociales- para terminar el fin de año con disturbios y saqueos urbanos, que de hecho fueron repudiados por la ciudadanía. Los grupos minúsculos de encapuchados que cortan calles o paralizan servicios de transporte, blandiendo palos con consignas de "voltear al gobierno'' o convocar a una "resistencia'' contra autoridades legítimamente elegidas por la mayoría, revelan una repudiable maniobra antidemocrática. 


Pero no son los funcionarios políticos los que sufren directamente el accionar de la movilización callejera sino la gente común, los miles de personas que se fastidian por no poder desplazarse para cumplir con sus obligaciones diarias. 


Los piquetes, los escraches y las marchas militantes deben terminar y quedar en los malos recuerdos de una intolerancia oficial que ya no existe.