Hay cosas que nunca cambian. Siete de la tarde en Montecristo. Es lunes. En medio de un galpón de unos 120 metros cuadrados, cinco hombres trabajan, sin pausa, sobre un repuesto que, de lejos, se nota acaba de ser desembalado. En el medio, de “espaldas”, asoma “la” máquina. “Estamos armando la caja, recién hoy la pudimos sacar de aduana, pero en unas dos horas tenemos todo listo y ya mañana (por el martes) nos vamos”, asegura José Antonio Blangino. 

Sí, horas antes de emprender el viaje rumbo a Asunción para largar el Dakar 2017, en el vehículo del cordobés seguían trabajando a pleno. La situación, por complicada que parezca, es una constante en la mayoría de los equipos –los no oficiales, claro– que forman parte de la competencia: siempre hay algo por hacer, hasta el último minuto. Lo dicho, hay cosas que no cambian.


“Hemos tratado de armar algo bien cordobés, que además de argentino sea cordobés”, agrega Blangino, en su clásico tono de voz acelerado, claro pero acelerado, y le da un par de palmadas al capó. La carrocería no da lugar a dudas: suaves líneas marcan el diseño del techo y el capó, mientras que se torna agresivo hacia los guardabarros delanteros, planos. De frente, la forma y la distribución de los faros y las luces de giro confirman el supuesto: se trata de un viejo y querido Rastrojero.

Y el toque bien cordobés al que hace referencia “Pipo” se ve en cada centímetro cuadrado del vehículo, cuya adaptación se hizo “puertas adentro”. “Lo hemos hecho todo de manera artesanal, con los chicos del pueblo”, reconoce, a la vez que reafirma que están listos para “dar lo mejor y buscar terminar la carrera”. 

Mientras “pican” algo –es la hora de la merienda–, el trabajo no se detiene. Hay una caja que terminar, unas butacas que instalar y un camión de asistencia que cargar. Todo, como buenos cordobeses, se hace con chistes de por medio. La mejor manera de convivir, si pensamos que los dos mecánicos, el chofer del camión y el piloto y copilo pasaran juntos unos 20 días. 

“Compramos un Rastrojero en desuso. A partir de ahí lo fuimos construyendo; hicimos todo en chapa primero, lo agrandamos para que entre la mecánica, y con ello hicimos la matriz para luego trabajar en fibra de vidrio”, describe el cordobés que afrontará su séptimo Dakar consecutivo, para luego recordar, también entre risas, que otra vez eligió el amarillo porque es “el color con el que mejor se ve la publicidad” de la empresa familiar.

En esas seis apariciones previas, siempre hubo algo distintivo: primero corrió solo, en cuadriciclo, luego llevó a su mujer Adriana Andriani y se pasó al buggy. Más tarde probó con las camionetas y ahora, otra vez con Luciano Gagliardi como copiloto, irá con el Rastrojero. “Con Luciano corrimos el año pasado. Mi esposa estuvo embarazada (de cuatro meses al momento de la largada), entonces no me pudo acompañar. Nos divertimos mucho, nos llevamos muy bien y, más allá de los errores suyos o míos, siempre tuvimos buena onda”, explica. Reconoce, además, que Adriana este año tampoco va porque “no le dejan llevar el huevito con Donatello (su hijo) adentro”.

Un motor Camaro V8 (de unos 300 CV) impulsará el vehículo 345 de “Pipo”, quien larga con la intención de completar, por tercera vez, el recorrido del rally. A diferencia de los bólidos de los equipos súper profesionales, este tiene un equipamiento “base”. “No tiene aire, bueno, calefacción no le hace falta. No tiene nada, ni ventiladores. Es que el Dakar, para mí, es así, hay que sentirlo”, sentencia, mientras muestra el interior de la cabina. “De todas maneras, los vidrios sí se abren”, bromea antes de iniciar una nueva aventura. La meta es el disfrute. Como siempre, eso tampoco cambia.

Sobre el Rastrojero

Se hacía en Iame (Industria Aeronáutica Mecánica del Estado), en Córdoba. Fue un utilitario rústico utilizado para el transporte de hasta una tonelada, apto para el desplazamiento sobre tierra, barro y de regular desempeño sobre pavimento. Nació en 1952 y la última unidad se fabricó en en 1979.