-¿Quiere un cigarrillo?

-Sí. Se lo voy a aceptar.

Miguel Maldonado fumaba tabaco negro. Aunque Ricardo Barreda le ofrecía un cigarrillo rubio, el médico legista y psiquiatra forense lo aceptó y lo encendió. Era diciembre de 1992, cuando los dos hombres se encontraron por primera vez en un cuarto de la comisaría primera de La Plata. "Era bastante fumador y siempre tenía gestos de cortesía como ese. Tenía buenos modales", contó el primer perito que lo evaluó a TN.com.ar.

El odontólogo había asesinado a escopetazos a sus hijas, su mujer y a su suegra pocos días antes: el 15 de noviembre, pero no parecía molesto ni incómodo. "Estaba tranquilo", describió el perito sobre el múltiple femicida.

Pese a su aspecto débil, tal mal no la pasaba en los calabozos, contó Maldonado. Una tía lejana le llevaba cigarrillos, ropa y comida, es decir, lo necesario para subsistir en ese lugar. "Nunca le faltó nada y no necesitaba más", dijo el psiquiatra.

Barreda "inspiraba simpatía en las damas y respeto entre sus pares. Incluso, en la cárcel", aseguró. No fue casualidad que sus compañeros de la prisión lo eligieran, más tarde, como el encargado de contabilizar los recursos con los que contaban.

La serenidad de Barreda solo se rompía cuando hablaba de "esas", como llamaba a sus víctimas. Cuando la conversación giraban en torno a Gladys McDonald, a sus dos hijas, Cecilia y Adriana Barreda y a su suegra, Elena Arreche, el gesto se tornaba "en repulsión, nunca de arrepentimiento".

"Solo lo vi enternecerse hablando de sus hijas cuando las recordaba de pequeñas. En ese momento, se sentía acongojado por ellas. Pero era solo un pantallazo fugaz de sensibilidad", siguió con el relato el perito.

"Barreda no tuvo ningún tipo de miramientos con la suegra. Decía que ella era un ser humano y que tenía sus derechos pero... y ahí venía un montón de quejas. Aseguraba que le había arruinado la vida, que se había metido entre él y su mujer y que lo había alejado de sus hijos. La consideraba uno de los pilares de su desgracia familiar".

"Otro tema importante en el desenlace es la participación de "Pirucha" Guastavino, una presunta vidente y su amiga de toda la vida que lo asesoraba y que se había convertido en su sostén en los últimos años. Decía que ella lo comprendía como nadie. Fue ella quien alimentó las ideas delirantes de Barreda", sostuvo el psquiatra.

"Un día Pirucha “descubrió” en la casa de Barreda un 'muñeco vudú lleno de alfileres que le dejaron “las amazonas” (como despectivamente llamaba a las mujeres que mató) y tuvo la certeza de que debía asesinarlas. De lo contrario, su vida corría peligro. Creía que ya lo habían intentado. Él les decía a sus amigos: 'Son ellas o yo' y realmente lo creía. Era una frase que resonaba en su cabeza día y noche, atormentándolo y tornando su vida en un calvario".

A Maldonado le llamó la atención la frialdad de aquel pintoresco personaje, pero sobretodo, reconoció enseguida las cejas tupidas y los aparatosos antejos que eran sostenidos por grandes orejas y una nariz prominente. Eran los mismos lentes que Barreda llevaba a las reuniones que la “Tía Nena”, una familiar suya y conocida del odontólogo, solía organizar en la década del 70.

Entre el forense y el asesino había un pasado en común

Al forense nunca le cayó bien Barreda, por el contrario, le pareció un personaje desagradable desde que se conocieron casi por casualidad en la casona de “Nena”, la tía de su exmujer. En tiempos de dictadura y represión, las tertulias hogareñas eran el pasatiempo social más adecuado. Jugo de naranja y charlas despolitizadas eran parte del ritual que se configuraba en los encuentros vespertinos de la clase media platense.

En las reuniones, el odontólogo aparecía solo. "Con ese cuerpecito y fama de mujeriego, irrumpía en las reuniones con bromas de mal gusto. Tenía el paso permitido porque era un vecino respetado en el barrio", dijo Maldonado que no entendía el porqué de tanta deferencia "hacia un ser tan poco lúcido". Era algo que lo perturbaba en algún punto.

Todavía recuerda cuando le preguntó a su primera esposa sobre el respeto que inspiraba ese sujeto en los demás, menos en él. “Es muy buen dentista”, le respondió ella como si se tratara de una obviedad. El título universitario y una trayectoria profesional sin grietas obraban como escudo hacia cualquier exabrupto que pudiera cometer, incluso, sus conocidas infidelidades.

"Barreda era un donjuán con todas las letras", lo describió el perito. Tenía amantes y las trataba como novias adolescentes a las que mimaba con regalos y poemas de amor. Le funcionaba y no se molestaba tanto en ocultarlo.

En ese entonces, Maldonado era un médico recién recibido pero su instinto le decía algo. Ese hombre, que les parecía tan ocurrente a los demás, al forense no le cerraba. “Es un pelotudo”, le dijo con determinación a su mujer. Un parecer que aún sostiene.

Ya habían pasado dos décadas desde aquel episodio. Eran los tiempos del “1 a 1”. Una mañana compró el diario Clarín y vio el titular: “Acusan al padre de asesinar a su familia”. “Según fuentes policiales y judiciales, venía peleando con las mujeres de su casa hace 10 años. Convivía con ellas y planeaba la matanza. Uso la escopeta que le había regalado la suegra. Primero mató a su esposa y a una de sus hijas en el lavadero. La otra escuchó los disparos y bajó para morir en el comedor. La suegra, de 86 años, no pudo huir”.

La noticia estaba acompañada por una foto de un hombre flaco, petiso y desalineado. Vestía campera, camisa y llevaba un curioso gesto de satisfacción en el rostro. El epígrafe lo decía todo: “Ricardo Barreda. Colabora con la policía. No siente remordimiento”.

Ahí estaban esas orejas grandes, las cejas tupidas y la nariz prominente. Era “el pelotudo”.

La infancia y los recuerdos que avergüenzan a Barreda

Cuando regresó al país, el perito levantó los mensajes de su contestador. Los abogados de Barreda le pedían su colaboración en el caso. Maldonado se entusiasmó: el caso era inédito en el mundo.

Esa primera reunión en la comisaría algo fue ríspida. Pero, de a poco, Barreda se abriría ante Maldonado. Con los sucesivos encuentros, el odontólogo contaría al psiquiatra cada detalle de su relación con “esas” y cómo se deshizo de sus tormentos. También, llegaría a compartir con él aspectos de su infancia.

Recuerdos que lo avergonzaban como la avanzada edad que tenía su padre. “Me preguntaban si era mi abuelo”, le contó el dentista con remordimiento en una de las entrevistas. No era sólo una anécdota. Barreda lleva esas burlas consigo como una herida sin cicatrizar.

"Su padre, que era militar, la maltrataba ferozmente a su madre: le metía la cabeza en la bañadera hasta que la madre comenzaba a patear. Ese era solo uno de los episodios violentos que presenció Barreda cuando era pequeño", detalló Maldonado. "Fue abusado piscológicamente en la infancia", determinó.

Los homicidios

Ricardo Barreda mató a su mujer, hijas y suegra el mediodía del 15 de noviembre de 1992. Fueron nueve disparos de grueso calibre que nadie escuchó en el vecindario. El odontólogo llevaba un guardapolvo gris que se sacó y guardó en una bolsa.

Juntó todos los cartuchos y desordenó casi todos los ambientes de la casa para simular un robo. Se olvidó de hacerlo en su propia habitación, en la que dormía solo. Ese detalle arruinaría su cuartada ante la policía.

"Después de disparar, descansó en un sillón, mientras fumaba ya en paz y sin que nadie lo hostigara. Pensaba en todo lo que quería hacer, aunque su primer “escala” sería en la casa de Pirucha Guastavino, su amiga de toda la vida, y sostén emocional en los últimos años. Ella lo comprendía como nadie, y también era también quien terminó de abrirle los ojos en lo que fue su disyuntiva vital: 'ellas o yo'", describió el momento Maldonado. Según el forense, en ese momento, "Barreda sentía que había roto las cadenas con las que el mismo se había encadenado".

Para el perito, continúa sin arrepentirse de los crímenes. "Después de matar y con esa carga en la espalda, fue a ver a su amante. Tuvo sexo sin problemas", destacó.