Hacía varios meses no se veían. Un tímido saludo bastó para improvisar una charla sobre las baldosas amarillas de Rivadavia y Sarmiento, donde se cruzaron escapándole al tránsito de hora pico. "Por lo menos sirvió para algo la manifestación de Greenpeace", dijo ella. "A la semana siguiente reglamentaron la Ley de Glaciares, a medias, pero la reglamentaron", afirmó. Con una mueca, él advirtió que no creía mucho en la protesta y, más aún, sospechaba que había algún otro interés detrás del tremendo choque de las multinacionales involucradas en el asunto: la minera, por un lado; la organización ambientalista, por el otro. Una charla más, de las tantas que habían tenido. Sin cuidados ni pruritos. Sin reparar en los testigos ocasionales. Sin miedos.

Treinta y cinco años antes, difícilmente podrían haber mantenido una conversación semejante en la vía pública. Eran otros tiempos aquellos. Tan distintos que él, que tiene treinta y tres años de vida, no puede siquiera imaginarlo. Pero pasó.

"Ojo, que yo estoy igual que vos, ¿eh? ¡Yo ya no le creo a nadie!", aseguró ella, militante de derechos civiles, obstinada opositora a la minería metalífera. Lo dijo, tal vez, consciente de las diferencias que la separan de su interlocutor, pro minero declarado, en un claro ejercicio mutuo de tolerancia.

Treinta y cinco años antes, difícilmente podrían haber hablado así. Primero, porque el tema minero es cosecha 2000. No fue motivo de discrepancia hasta la llegada del siglo XXI, al menos en San Juan. Segundo, porque jamás se podrían haber reunido dos o más civiles en la vía pública para discutir sobre política. Habría que retroceder tres décadas para encontrar una controversia equiparable a la minera y ayudar a la comparación.

Un beso. Una palmada en la espalda y el deseo sincero del pronto reencuentro. Y cada uno siguió su camino. Nada extraordinario, por cierto. Sin embargo, ahí radica la importancia de este episodio mínimo, que pudo haber tenido tantos intérpretes como escenarios diferentes.

Sostener puntos de vista contrapuestos y tener la capacidad de escucharlos aún sabiéndolos irreconciliables, es un síntoma saludable. La sociedad empezó a despabilarse. Pero es un largo proceso, sin atajos fáciles. Posiblemente la meta sea aún difusa y aparezcan obstáculos peligrosos, que inviten a los desprevenidos a asumir posiciones extremas, desde la falaz convicción de sentirse dueños de la verdad. Felizmente, esta marcha hacia la plena libertad de expresión, es inevitable.

Como escribió el chileno Julio Numhauser en su exilio, durante la amarga dictadura pinochetista: cambia lo superficial / cambia también lo profundo / cambia el modo de pensar / cambia todo en este mundo.