Fotos y video: Marcos Carrizo - DIARIO DE CUYO 

Es diario el bombardeo mediático con la ya trillada frase “Quedate en casa”. Pero, ¿cómo es quedarse en casa para los que ni siquiera cuentan con algunos de los servicios básicos? Hoy no salir es prioritario, pero para todos no es lo mismo. En San Juan son muchos los que viven en condiciones de extrema vulnerabilidad y casi que no tienen posibilidades de cumplir con la cuarentena.

Uno de los tantos coletazos del coronavirus apuntó directo contra la economía, que se paralizó en todos los ámbitos, golpeando más duro a los que están en situación de pobreza o marginalidad, más allá de la ayuda del Estado que llega pero no alcanza.

Son muchas las familias que están sufriendo drásticamente los efectos de este aislamiento obligatorio, que se las tienen que rebuscar día a día para por lo menos poder comer. Porque quedarse en casa es fácil cuando la heladera está llena, cuando se tiene a mano todo lo que se necesita, cuando hay un baño para lavarse las manos y plata para comprar elementos de limpieza. Y sí que es difícil cuando se trata de lugares donde es mejor estar afuera que adentro porque el hacinamiento es terrible, porque son 8 en una pieza de 3x7, por ejemplo.

La pandemia y la pobreza no son compatibles, claro está.

 OCHO EN UNA PIEZA 

Apenas se pasa el umbral de la puerta, lo primero que se siente es olor a quemado. La explicación está casi al fondo, sobre la cocina, donde hay una sartén con aceite viejo. El rancho se divide en dos: por un lado la cocina-comedor y por el otro una pieza de unos 3 metros de ancho por 7 de largo con piso de tierra, donde duerme toda la familia.

Las paredes son de caña y barro y el techo tiene además palos y nylon. Adentro hay alambre por todos lados, sosteniendo diferentes cosas, como una improvisada repisa donde hay ollas de varios tamaños.

Ubicación: Caucete, más precisamente el Asentamiento Ramos, una de las zonas más pobres del departamento, situada a menos de 5 minutos del casco urbano. Son casi las 11 de la mañana y cinco de los seis chicos están acostados mirando dibujitos. Una de las nenas está afuera conversando con una vecinita, pero se viene para adentro porque le llama la atención la cámara del fotógrafo. Para ellos hay dos cuchetas, pero una de las camas no tiene colchón, entonces duermen de a dos. La matrimonial es para los padres, aunque cuando ellos se levantan los otros se cruzan para estar más cómodos.

Amontonados. Los 8 integrantes de la familia duermen en la única pieza del hogar.

Patricia Varela (31) recibe al equipo de este diario y mientras toma mate se larga a contar lo mal que la están pasando con esto de la cuarentena. A su marido, Alberto Espinosa (30), no le queda otra que salir a trabajar. Él no está en la casa, está cosechando en una finca de San Martín. Todos los días lo pasan a buscar a eso de las 6.30 y vuelve como a las 16.

"Es muy difícil que estemos todos acá adentro", arranca Patricia. Los chicos tienen 11, 10, 8, 7, 6 y 4 años, y están al tanto de lo que pasa en el mundo, a pesar de que la madre cambia de canal cuando transmiten noticias sobre el coronavirus: "No me gusta que los niños vean lo que pasa".

Los días para la mujer no son fáciles. Tiene que hacer malabares para evitar que los niños salgan, sobretodo los varones, que justo enfrente tienen una canchita de fútbol.  "Trato de que no se vayan afuera porque viene la Policía y los levanta. Pero es muy complicado, no tenemos juegos, nada como para entretenerlos", explica. Netflix es una palabra que quizá jamás escucharon.

El rancho es de ellos. Hace unos 7 años se lo compraron en $2.500 a un muchacho que se fue a vivir a San Luis. Todo el tiempo tratan de hacerle arreglos, aunque no siempre se puede, por el bolsillo. Ahora tienen que cambiar dos palos del techo que están "panceados". "No nos gusta cuando llueve porque se filtra el agua. Y tampoco el frío, sufrimos mucho el invierno", admite la mujer.

Al marido le queda esta semana en la cosecha y después tendrá que salir a buscar el sustento diario por otro lado. Las changas de albañilería son sus preferidas, pero no le hace cara fea a nada. Patricia no se queda atrás. Antes solía acompañarlo a cosechar, pero como los niños no le hacían caso a su cuñada, decidió no ir más. "Pero no soy ninguna dejada", se ríe y luego cuenta que todas las tardes amasa. Hace pan para ellos y semitas para vender en la casa. El día anterior sacó $300 y eso la tiene contenta.    

"Comer carne es un lujo para nosotros, pocas veces compramos recortes de pollo o molida de la más común. Yo les voy salteando las comidas, sémola, lentejas, arroz. Y si tengo unos huesitos les hago puchero. Así nos vamos arreglando para comer todos los días", sostiene. ¿Y la cena? "A veces sí y a veces no. Depende de si al mediodía hago o no la olla hasta el copete. Si no les doy un té con pan".

Patricia está en el comedor. La luz está encendida y en la pieza también. Si las apagaran no se vería casi nada. Hay una ventana pero está tapada por la pared de otro rancho. Las instalaciones eléctricas son muy precarias. Los cables están todos a la vista y cuelgan del techo como si fueran guirnaldas de cumpleaños.

El baño, si se le puede llamar así, está también en la habitación, pasando las cuchetas. Tiene una puerta que se cae a pedazos y adentro la pared tiene huecos por donde se cuelan los rayos del sol. Los desechos van a parar a un pozo.

Agua tienen, pero deben ir a buscarla afuera a una manguera comunitaria. Para no ir tan seguido llenan un bidón y varias botellas. Para cocinar tienen una garrafa que actualmente les cuesta $350 y que les dura menos de un mes.

"Los niños están contentos porque no van a la escuela, pero yo me los tengo que aguantar acá", vuelve a reírse Patricia. Sobre un mueble hay varios cuadernos y está la tarea que les mandaron desde la escuela. La mujer supone que le han mandado más por el teléfono, pero no sabe bien porque lo tiene roto.

Ya es casi el mediodía y afuera se empieza a ver más gente. En el asentamiento no hay veredas y las calles son de tierra, pero casi que no pasan autos. Los ranchos están separados por centímetros y hay algunos que no tienen salida directa a la calle, sino que fueron levantados en los fondos de otros.

Los vecinos van y vienen a un almacén. Hay un grupo de jóvenes sentados sobre un tronco, conversando. Tienen unas jaulas con pájaros. A lo lejos se escucha que pasa un vehículo con un altoparlante que transmite el mensaje sobre los cuidados contra la peste.

Patricia dice que sus hijos "saben lo que está pasando, que se tienen que lavar las manitos a cada rato y que no tienen que salir afuera". "Pero se me hace muy difícil, yo estoy acostumbrada a llevarlos a la plaza. Acá no tenemos ninguna comodidad", asegura.

Una de las nenas le insiste al fotógrafo que capture un dibujo de ella que está pegado en la pared. Un hermano más grande quiere mostrar cómo hace jueguitos con la pelota. La madre ya no sabe qué hacer para entretenerlos. "Yo les digo que tengan paciencia, que ya va a pasar todo esto. Mientras tengamos sustento, abrigo y comida, eso es todo".

 EL ADOLESCENTE QUE EXTRAÑA TRABAJAR 

Entre coquetas casaquintas del Médano de Oro, en Rawson, está ubicada la Villa Cristo Pobre, a la que algunos incluso no se animan a entrar. "Nos 'sonamos las patas' porque creíamos que eran los del 102", dice desde una vereda una nena de apenas 8 años (eso dijo tener), al ver la movilidad de este diario. En la casa de esa pequeña viven actualmente nada más y nada menos que 20 personas, pero no quisieron contar su historia. 

Enfrente, cruzando la calle en diagonal, hay un rancho con dos niños jugando afuera a las balitas. Alrededor de ellos hay por lo menos una decena de perros, dos gatitos y varias gallinas. De inmediato sale Verónica Agüero (36), los reta y los hace entrar, pensando que la idea de este equipo era hacer fotos de gente quebrantando el aislamiento obligatorio.

La mujer luego entiende la idea y nos invita a entrar, disculpándose primero por el desorden. Fernando Rodríguez (39), el esposo, está trabajando. Tienen en total 6 hijos. Adentro, en el medio del comedor, hay una moto. Al lado, sobre el piso de tierra, un colchón de dos plazas enfrentado a una tele. Casi que no hay luz y el aspecto de las paredes de adobe es deprimente. Sobre una de ellas hay colgadas más de 5 jaulas con pájaros, una al lado de la otra. Los perros entran y salen todo el tiempo.

Preocupados. Verónica Agüero (izquierda) junto a sus hijos. El que está sentado en el colchón es el que dice que extraña trabajar.

En el rancho viven los 8 integrantes de la familia y sólo tienen tres camas, ubicadas todas en la única habitación del hogar. Los chicos tienen 15, 14, 12, 10, 7 y 5 años. Las tres nenas duermen juntas en el colchón que en las mañanas llevan al comedor para ver dibujitos. Los dos varones más grandes tienen para ambos una cama de una plaza. Y en la matrimonial duerme la pareja y el nenito más chico.

"Es muy duro pasar la cuarentena encerrados acá", confiesa Verónica. Le cuesta hablar de corrido porque cada tres o cuatro palabras que dice una es un reto para alguno de los hijos. El más chico llora, "por llorar nomás". Tiene la ropa y las manos llenas de tierra porque se estuvo revolcando mientras jugaba. 

Verónica se encarga de cuidarlos mientras su marido sale a buscar alguna changa básicamente para que puedan comer. El hombre hace trabajos de jardinería o albañilería y le resulta imposible cumplir con la cuarentena. "Comemos con lo que trae mi marido, no nos alcanza mucho, menos ahora que la cosa está muy dura porque está todo parado, pero bueno", aclara la ama de casa. "Les hago arroz, sopita, tallarines... carne trato de echarle algo de molida a las comidas. Y a la noche sólo a veces se cena", agrega.

El mayor de los hijos tiene 15 pero por su actitud aparenta ser más grande. Parece asumir el rol de padre: anda detrás de los más chicos, los reta e incluso los obliga a higienizarse. 

-"¿Qué es lo que más extrañás de poder salir? ¿Jugar a la pelota?". "Trabajar", responde casi sin pensarlo. Luego cuenta que le encanta hacer jardines con el padre, "pero ahora me pidió que me quede acá". 

Al chico se lo ve limpio y dice que le gusta bañarse y lavarse las manos constantemente porque está al tanto del poder de la peste. Ahora bien, para una simple ducha tienen que hacer todo un esfuerzo, porque el baño está en el fondo, separado del rancho. El protocolo comienza con llenar un tacho con una manguera conectada al único surtidor que tiene la casa, que está en el frente. De allí también sacan agua para las cosas del día, como cocinar o lavar los platos. 

"Entra todo el frío, es muy duro bañarse", admite Verónica. El baño tiene paredes de caña y de chapas viejas, y está recubierto con nylon. Ducharse en invierno y salir a la intemperie con el pelo mojado es una puerta abierta a las enfermedades.

"A mí me da miedo lo que está pasando. Lo que más me cuesta es tener los niños encerrados porque no tengo nada para entretenerlos, solo un tele. Por eso los dejo salir un rato a que jueguen a las balitas y después los hago entrar. Ellos me dicen que extrañan la escuela", sostiene la mujer sobre el final de la charla.

Ya son casi las 13 y su marido aún no regresa. "Sale en la mañana, a veces viene a almorzar y en la tarde vuelve a salir si hay otra changuita. Suelen llamarlo o sino él va buscando trabajos para hacer", explica.

Los niños ya tienen hambre pero todavía no sabe qué puede prepararles. Para ir adelantando, a una de las nenas la mandó a comprar pan. Antes lo hacía ella pero dice que se le rompió el horno.

Lo último que hace Verónica es pedir "que pase todo esto" y reza para que la peste no llegue a su hogar, porque teniendo en cuenta las condiciones en las que viven, podría ser letal.  

Eso sí, para ellos, como para tantos otros, quedarse en casa no es tan fácil.