Hubo un tiempo (no hace tanto), en el que captar un momento de la vida en una foto demandaba comprar un rollo, llevarlo a revelar y esperar el proceso para recién después ver la imagen. No había margen de error, si la toma no era buena, no se podía borrar y sacar otras diez. Y todo el proceso implicaba un riesgo: si el rollo se velaba, la imagen se perdía para siempre.

En medio de ese mundo se desempeñó Marcelo López durante 13 años. El hombre era uno de los laboratoristas de la casa de fotografía Castillo Color, que entre los ‘90 y los primeros años del 2000 tenía sucursales en distintas zonas del Gran San Juan. Allí, llegó a revelar hasta 30.000 fotos en un día cuando la actividad estaba en la cresta de la ola.

El hombre, que hoy trabaja en una empresa de construcción, contó los secretos de aquel trabajo que desapareció con la llegada de la fotografía digital y sus ventajas.

“Nosotros usábamos dos máquinas en todo el proceso", comienza contando Marcelo. Y continúa: “Primero se hacía el revelado del negativo. Tenía que enganchar la punta del negativo en la máquina y en el interior se iba desplegando el rollo. Allí, la película pasaba por dos baños químicos, el del revelador y el del  estabilizador".

"La segunda máquina funcionaba a través de proyección de luz, como lo hacen los proyectores con los que se puede ver películas -describe el laboratorista-. Esa máquina tenía un obturador (como el que tienen las cámaras de fotos), que al abrirse dejaba pasar la luz y reflejaba la imagen del negativo sobre el papel, que estaba en una bobina enorme. Entonces, a través de un teclado de la máquina yo debía, primero, darle la medida –aquellas recordadas 10X15, 13X18 o 15X21- que había elegido el cliente”.

Luego de ese paso, llegaba la tarea más importante de Marcelo: controlar los colores, tonos y el brillo de cada imagen. “Tenía que ir mirando el negativo y decidir cómo mejorar el aspecto la imagen. No era tan fácil porque en el negativo los colores no se ven igual que en el positivo. Por ejemplo, el color verde en el negativo es el rojo en los positivos. Entonces, en ese caso, yo tenía que manejar los colores para que la foto no saliera cian o muy roja”.

Una vez completo ese paso “ese papel entraba al revelador, después al estabilizador y luego al fijador. Eran tres procesos de baño químico. La etapa siguiente era del secado, el papel quedaba expuesto a turbinas con calor, que tenían resistencias encendidas y daban vueltas”, detalla el exlaboratorista.

Más tarde, el papel pasaba por la guillotina y recién después, las fotos caían en una bandeja. Entonces, el operador debía contarlas y controlar su calidad para luego ponerlas en sobres que estaban identificados con el nombre de cada cliente.

En ese momento, la tecnología ya había permitido mecanizar el sistema y dejar de lado los cuartos oscuros. “Nosotros sólo teníamos una pequeña cámara oscura que usábamos sólo cuando teníamos problemas para enganchar el negativo a la máquina. Entonces, metíamos las manos al interior de la cámara a través de una mangas y ahí manipulábamos el rollo porque, obviamente, si le daba la luz se velaba”, explica Marcelo.

Más allá de lo complejo del proceso, se trabajaba con la promoción de revelado en una hora, lo que obligaba a moverse rápido. El experto cuenta que “entraban pedidos por las mañanas y las tardes y se trabajaba muchísimo, sobre todo los fines de semana, por las celebraciones como bautismos, cumpleaños y casamientos”.

Anécdotas de profesión: entre fotos perdidas y trampas

Las horas de revelado tenían su complicación y las fotos de los clientes, a veces venían con trampa.

Los problemas técnicos y las fallas en la máquina era una verdadera pesadilla para los trabajadores del laboratorio, porque si el negativo quedaba expuesto a la luz, se velaba y la foto se perdía por completo. Era complejo, pero a veces sucedía, según cuenta Marcelo.

“A veces surgían problemas en la máquina había que abrirla. Si bien apagábamos todas las luces, era normal que las primeras cinco fotos se velaran. Y ahí había que tratar de cubrir la situación, muchas veces se le decía al cliente ‘abrió la cámara antes de tiempo y perdió algunas fotos’, porque eso también pasaba, a veces la gente no terminaba de rebobinar el rollo para sacarlo, abría la cámara y perdía algunas fotos”, se anima a confiar el revelador.

Y va más allá contando que, otro tema era la gente que pedía revelados con condiciones. “Había gente que te decía: ‘Las 10 primeras fotos ponelas en un sobre aparte, las otras en el sobre común’, porque tenían trampas. Había un cliente en particular, un hombre grande, que tenía fotos con otras mujeres además de las fotos familiares. Cada vez que hacía un pedido teníamos que avisarnos entre todos y marcar bien los sobres, para evitar problemas”.

El ocaso de un éxito

La fotografía digital con sus beneficios hizo que las viejas máquinas de rollo y el revelado quedaran atrás. “Al principio mucha gente se resistía, seguía prefiriendo la calidad de las fotos viejas, pero con el tiempo los revelados desaparecieron”, sostiene Marcelo, quien hoy tiene 42 años. En medio de ese contexto y luego de la decisión de la familia dueña de la empresa de cerrar en San Juan, el hombre se quedó sin trabajo después de haber desempeñado la tarea durante 13 años.  

“Yo había empezado a trabajar a los 20 años, en 1998. Y alrededor de 2004 las fotos de rollo eran cada vez menos pedidas. En 2011, la empresa cerró y yo busqué trabajo en otros comercios, pero parece que ya era muy grande para arrancar en otro lugar. De ahí en adelante pasé por un montón de tareas, hasta que finalmente conseguí el trabajo en el ámbito de la construcción que tengo hoy”, relata el hombre. Y afirma: “Era muy divertido e interesante nuestro trabajo. Y es difícil quedarte sin trabajo después de tanto tiempo, pero salí adelante”.