Que la nubes de mosquitos hacía imposible cualquier tipo de intento, que las tupidas totoras eran un obstáculo casi imposible de sortear, que habían extensas lagunas en la que resultaba muy difícil hallar las salidas, que las aguas se ramificaban en innumerables brazos. Lo cierto es que, pese a una incontable cantidad de mitos que rodeaban la travesía, en la década del 80 se podía navegar el Río San Juan en canoa desde Cochagual hasta El Encón.

No muchos se animaban a la experiencia, pero quienes lo hacían lo definían como una experiencia única, inolvidable, espectacular. 

En total, dependiendo de las condiciones climáticas, los aventureros podían tardar hasta tres días en completar el recorrido. El viento, tan típicamente sanjuanino, podía complicar las cosas y volver incesante el trabajo de los remadores. Otras veces ocurrían naufragios inevitables e incluso había que caminar con el agua a la cintura, pero los protagonistas juraban y perjuraban que valía la pena.

En la orilla, listos para partir.

Habitualmente, los valientes hacían noche junto a las canoas cerca del puente de Cochagual, para partir al día siguiente. Los botes se deslizaban suaves, a unos 12 kilómetros por hora. En algunos tramos el río alcanzaba los 50 metros de ancho. "Oíamos desde las orillas el tintineo de algún cencerro, el balar de las cabras, el mugido de un toro, el lejano ladrar de los perros. Sobre las playas, las garzas resaltaban su plumaje níveo. Era una sensación de plenitud, de vigor, de alegría. ¡Qué lindo era sentirse sanos, vivos, fuertes, en medio de tantas maravillas", relataba Antonio Beorchia Nigris, uno de los aventureros, en la crónica de la época.

A medida que se avanzaba, el río comenzaba a encajonarse, como si de un canal se tratase. Por momentos realizaba curvas hasta de 360°, para volver al inicio. En algunos tramos no lograban divisarse piedras, por lo que el único ruido era el de los remos chocando en el agua. Muy de vez en cuando podía divisarse alguna casa, un rancho. Tampoco era raro toparse con gente pescando o vacas pastando. 

Navegando el Río San Juan.

Al llegar la noche, había parate obligado en la vivienda de alguna familia generosa que estuviera dispuesta a compartir techo y comida. 

La distancia a recorrer entre Cochahual y El Encón en línea recta era de unos 100 kilómetros, pero teniendo en cuenta las curvas y retornos que realiza el río, el total era de 200, necesitando entre 18 y 20 horas para concluir el viaje. 

Canoas y remos, no hacía falta más.

Ya en la segunda jornada, los navegantes podían pasar bajo el puente del Ferrocarril General Belgrano, que en esos tiempos pasaba regularmente por allí. Desde ahí, el río comenzaba a ensancharse de a poco. Los mimbres y tamarindos dejaban su lugar a los algarrobos. También comenzaban a aparecer los primeros médanos y pastizales de junquillo. 

El tercer día de expedición era quizás el más sencillo. Pese al cansancio lógico, las canos eran arrastradas por el agua, por lo que no era necesario utilizar los remos salvo que hubiese que corregir el rumbo. Para esa altura, la fauna era distinta. Decenas de cerdos caminaban sobre la orilla, mientras que los buitres devoraban los cuerpos de animales muertos por las heladas. 

Al fondo, el puente que lleva a Mendoza, en El Encón.

En ese momento, no había preocupaciones, sólo ansias de disfrutar el paisaje, de admirar la naturaleza para finalmente llegar a destino, con la experiencia inolvidable marcando a fuego retinas y corazón.