Por Pablo Rojas

En la columna pasada hablamos sobre qué son las estrellas y quedamos más o menos de acuerdo en que son bolas gigantes de gas con reacciones nucleares en su centro. Bien. Pero nunca explicamos cómo se forman ni mucho menos nos metimos en el barro nuclear, aunque muchos ya lo deben tener claro.

De todas formas, empecemos.

Conocer la naturaleza de los astros fue un anhelo milenario. Las respuestas mitológicas o no-científicas son abundantísimas, y prácticamente cada civilización tuvo y tiene una propia. Pero hay un astro, el Sol, que exige al menos una explicación particular con respecto al resto ya que, como todos notaron y notan, ilumina, calienta y da vida.

Sea lo que sea, es diferente a la fría Luna o a las indiferentes estrellas o planetas.

Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX los científicos seguían indagando sobre esta naturaleza energética del Sol, incógnita con esquiva resolución ya que, según se ve, sea lo que fuere que mantiene encendida a nuestra estrella debe tener un poder (pero sobre todo un rendimiento) descomunal. Sin embargo, y a diferencia del resto de la historia humana, a esta altura ya se contaba con Newton y con el telescopio, aliados intelectuales y técnicos que allanaban un poco el camino hacia la respuesta final.

Los pilares de la creación, en la Nebulosa del Águila, una zona de creación estelar. Esas nubes de gas colapsan originando estrellas.


 

Una mecánica que lo explica (casi) todo

Newton es Newton por varias razones. La columna pasada apareció para dar inicio al estudio científico del espectro solar con sus experimentos con haces de luz, y en esta nos visita porque sus leyes de gravitación universal sirvieron para algo más que explicar por qué algunos objetos caen. Sir Isaac demostró que dos cuerpos se atraen mutuamente según su masa y también su distancia. Cuanto más masivos sean y más cerca estén, más fuerte se atraen. La Luna, por dar un ejemplo, está atada gravitacionalmente a la Tierra de la misma forma que esta lo está del Sol. Pero lo importante de esto no es sólo que sirva (y muy bien) para calcular la gravedad terrestre o lunar, o las trayectorias de los planetas, sino que el atrevido de Newton aseguró que tal ley se aplicaba en todo el universo y para todos los objetos.


Siguiendo esta última afirmación, los científicos pusieron matemáticas a la obra: aplicando la mecánica newtoniana Pierre-Simon Laplace (1749-1827) postuló que el Sistema Solar nació de una nube de polvo estelar que, girando y contrayéndose por su propia gravedad, colapsó originando un disco en rotación. De tal disco se fueron desprendiendo porciones de materia que, luego, originarían los planetas. La materia en el centro del disco dio paso al nacimiento del Sol.

Suena bien, aunque esta hipótesis no lograba explicar el movimiento de los planetas ni el de nuestra estrella madre, que no concordaban según las observaciones con el esperado teóricamente. Cuando discutamos, en otra columna, cómo se originan los planetas volveremos a Laplace pero ahora quedémonos con la primera parte de su Teoría Nebular, como la llamó, porque según las teorías modernas no parecería estar del todo errónea al menos para explicar una parte de la formación estelar.

Centrémonos, como dije, en la primera parte de esta teoría, la de la nebulosa que colapsa por su propio peso. El hidrógeno es, por mucho, el elemento más abundante del universo. En el espacio forma parte (abrumadoramente casi el total) de inmensas nubes de gas que, por alguna perturbación exterior (como la explosión de una estrella cercana o campos gravitatorios), comienza a contraerse y a girar sobre sí misma. En el centro de esta nube en rotación la densidad es mayor que en la periferia, lo que hace que más gas caiga hacia ese centro, aumentando más y más la densidad, atrayendo entonces más materia; y podría estar así párrafos y párrafos pero sucede que a medida que ese centro crece también lo hacen la presión y la temperatura.

Llega un momento, luego de cientos de miles o millones de años (depende de la masa original de la nebulosa: mientras más grande, más rápido se cree que esto sucede…) digo, llega un momento en donde en el centro el gas está tan comprimido sobre sí mismo que… hasta allí llega Laplace basándose en la gravitación universal.

Para entender qué pasa en ese centro hay que esperar. Ahora vamos hasta la segunda mitad del siglo XIX.


Cuéntame tus secretos, Atón

A pesar de no tener certezas sobre el origen del Sol, su distancia, masa y diámetro eran cuestiones conocidas en las primeras décadas del siglo XIX. También se tenía cierta idea acerca de su superficie, con sus manchas periódicas incluidas. Esta información debía tenerse rigurosamente en cuenta para formular cualquier hipótesis que pretendiese responder de dónde y cómo obtiene su energía, a la par de su origen. Por ejemplo, debía considerarse la atracción gravitatoria que el Sol ejerce sobre la Tierra (que permanece casi invariable) y el tamaño solar, también aparentemente estático. A partir de esos datos conocidos los científicos tenían que dilucidar la incógnita. Pero además, y para darle algo de dificultad extra al asunto, los estudios en termodinámica ya estaban lo suficientemente maduros como para asegurar una cosa: la energía no se crea ni se destruye.

Entonces, no conociéndose todavía la estructura del átomo y mucho menos la energía nuclear, los astrónomos apuntaban sus ideas hacia otras respuestas. La pregunta seguía siendo la misma, ¿de dónde obtiene su energía el Sol?


Carbón, u otro material combustible, no podía ser. No porque esto fuera descabellado (en ciencia toda hipótesis tiene su oportunidad) sino porque no alcanzaba: se sabía que la cantidad de energía que llega a nuestro planeta desde el Sol es enorme, y la combustión del carbón es un proceso químico que los científicos de mediados del siglo XIX también conocían muy bien; tanto, que podían calcular cuánto se necesitaba quemar para obtener una determinada cantidad de energía. Así, el científico alemán Hermann von Helmholtz (1821-1894) calculó la cantidad de carbón que el Sol debería quemar cada segundo para mantener el ritmo energético que recibimos de él.

Pero esta hipótesis, como adelanté, tiene dos problemas fundamentales: según los cálculos del propio Helmholtz si la masa del Sol (dato conocido, recuerden) estuviese compuesta por oxígeno y carbón la reacción química, el fuego solar por así decirlo, sólo alcanzaría para 1500 años. Otros tipos de combustión también arrojaban números insuficientes, no llegando siquiera a los tiempos prehistóricos. Esto sin contar el segundo de los problemas: los análisis espectrales  indicaban que no había en nuestra estrella tal cantidad de carbón ni de otro material combustible; casi todo era hidrógeno. Evidentemente el Sol obtenía su energía de otra fuente.

Y esa fuente, gritaba Helmholtz sacando otra hipótesis del bolsillo, seguramente era la propia contracción gravitatoria. Si, como también afirmamos atrás, la temperatura del gas nebular aumenta progresivamente al tiempo que este se contrae por su propia gravedad, tampoco sería descabellado pensar que el Sol sigue contrayéndose y que de ese proceso obtiene la energía que irradia. Tal contracción podría medirse pero, decía Helmholtz, afortunadamente sería tan exigua que casi pasaría inadvertida: algo así como 150 kilómetros de diámetro cada 1000 años (nada si se tienen en cuenta los casi 1.400.000 kilómetros que el Sol tiene en total) por lo que tanto su fuerza gravitatoria como su tamaño se verían inalterados, permitiendo una vida solar prolongada tanto hacia el pasado como al futuro.

Entonces Helmholtz, envalentonado, siguió sacando cuentas: la edad aproximada de nuestra estrella, considerando su tamaño actual y suponiendo que desde su formación irradió energía en cantidades iguales y constantes, y afirmándose en la hipótesis de contracción nebular como su posible origen, era de aproximadamente 18.000.000 de años. Un número que a los astrónomos les pareció bastante convincente. Si vos preguntabas en 1854 de dónde salía la luz y el calor solar te hubiesen respondido esto: contracción gravitatoria.

Núcleos atómicos simples se fusionan en otros más complejos liberando energía.

 

Pero, hay un pero: en otros montes epistemológicos esa edad solar no cuadraba. Para los geólogos los dieciocho millones de años chocaban con sus propias investigaciones sobre la antigüedad terrestre, que arrojaban cifras en extremos más grandes: hablaban de cientos, ¡miles de millones de años! Si esto era correcto, y la hipótesis de contracción también, debía suponerse que los planetas precedían por mucho a la estrella que orbitan. Y esa parte no dejaba tranquilo a nadie. Además, y para infortunio de Helmholtz, los estudios geológicos estaban mejor apuntalados (sobre todo si pensamos que los geólogos podían indagar in situ, acá en la Tierra, y comprobar conjeturas yendo a las mismísimas fallas o analizando los depósitos de sedimentos, cosa que los astrónomos, como sospecharán, no pueden hacer con las estrellas).

Puestas las hipótesis en la balanza, e inclinada por las pruebas a favor de la longevidad terrestre, pronto la contracción gravitatoria quedó descartada como la posible fuente energética del Sol. Pero no olvidemos del todo las ideas de Helmholtz y Laplace. Ya verán por qué. Ahora pasemos al siguiente subtítulo:
A darle átomos

La física newtoniana explicaba muy bien el proceso previo a la formación del Sol como tal, esto es, la acreción de materia (en este caso gas) por su propia gravedad y su consecuente concentración en un centro en extremo denso y al parecer muy caliente, pero no lo suficiente como para, por sí solo, irradiar la cantidad monstruosa de energía que nos llega. Bien. ¿Entonces?

Hacia finales del siglo XIX los científicos ya se habían topado con el comportamiento rarísimo del uranio, que parecía irradiar energía de la nada; y, también, habían dado gigantescos pasos en las cuadras iniciales de la física nuclear experimentando con las primeras concepciones atómicas, herederas de principios de siglo (con una mirada más química que física, en donde el átomo –que significa indivisible- era la última porción de materia posible). Por su parte, los químicos ya estaban al tanto de las diferencias entre los elementos, y conocían ya la mayoría de las sustancias simples: se sabía que el agua estaba compuesta por hidrógeno y oxígeno, por ejemplo, o que el dióxido de carbono tenía una parte de este último y dos del ya nombrado oxígeno, y así con varias moléculas más.

En los primeros años del siglo XX los físicos Ernest Rutherford (1871-1937) y Niels Bohr (1885-1962) postularon sus modelos atómicos y sugirieron que los átomos no eran corpúsculos sólidos con límites definidos sino que tenían una estructura compleja, con un núcleo (que concentraba casi toda la masa atómica) y partículas girando a su alrededor. Estas últimas, las que giran, fueron llamadas electrones, con carga negativa; mientras que en el núcleo se encontraban los protones, con carga positiva, y los neutrones, sin carga alguna.

Entonces, la mínima porción de la materia descendió otro peldaño, siendo ahora estas últimas partículas constitutivas la frontera final de todo elemento. Las diferencias físico-químicas entre cada uno, aseguraban ahora los científicos, estaban dadas por la cantidad de partículas que hubiese tanto en el núcleo como girando a su alrededor.

Hasta acá todo es química y físicamente bonito, y más porque hacia finales del siglo XIX y principios del XX se pensaba que los átomos eran una especie de bolas indivisibles que sólo se unían químicamente con otras y nada más. Pero resultó que no es tan así. Volvamos con el uranio, que lo dejamos apenas nombrado allá atrás.

¿Qué comportamiento raro veían en él los científicos? Pues que emitía energía y nadie sabía por qué, ni cómo ni muchos menos de dónde. Luego de muchas investigaciones (entre ellas, las llevadas a cabo por Marie Curie y su esposo) se descubrió que esta emisión, bautizada radiactividad, era propia de varios elementos químicos complejos y pesados (con núcleos muy poblados por protones y neutrones, como el plutonio y el radio) y todo parecía indicar que esta actividad energética tenía lugar a nivel atómico, o sea físico, y no químico.

Las primeras décadas del siglo XX encontraron a los científicos tratando de desentrañar estos misterios, para los que se valieron de nuevas concepciones físicas, como la relativista de Einstein (ni hace falta decir que esto se verá en otra oportunidad…) que, entre otro aportes, aseguraba que la materia no era otra cosa que una forma de energía en extremo condensada; y la física cuántica, heredera de Max Planck y sus cuantos energéticos (sí, para otra ocasión también…).

Bien, ¿y las estrellas? Esperando, porque toda esta nueva forma de entender la materia y el universo, incluso con una “nueva física” como la relativista o la cuántica, trajo consigo una revolución científico-técnica como no se veía desde los tiempos del ya prócer Newton. Sucede que poco a poco (casi mes a mes) los secretos subatómicos eran desvelados uno a uno, descubriendo nuevas partículas, nuevas formas de interacción y entendiendo cada vez mejor las manifestaciones energéticas nucleares. Se descubrió, por ejemplo, que la radiactividad provenía efectivamente del núcleo atómico de los elementos pesados, como el uranio, pero no por una simple emisión, ¡sino por su desintegración! Los átomos sí se dividían, y esto trajo algo más que un problema semántico.


Las verdaderas alquimistas

En el decenio 1930-40 la investigación en física teórica y experimental decantó en el descubrimiento de la fisión nuclear, esto es: la división de los núcleos atómicos de elementos pesados en otros más livianos. Esta reacción nuclear libera energía (mucha energía) y con esto se explicaba el comportamiento de elementos como el uranio, el radio o el plutonio. Pero también, abría una peligrosa puerta para el aprovechamiento bélico de esa energía.

Tal aprovechamiento resultó exitoso, tristemente exitoso, con el lanzamiento sobre Hiroshima y Nagasaki de las bombas nucleares Little boy (por fisión de uranio) y Fat man (por fisión de plutonio) respectivamente, logros técnicos directos del estadounidense proyecto Manhattan para la fabricación de armas atómicas. Pero había una segunda forma de reacción nuclear, postulada teóricamente casi a la par de la fisión, que libera más energía todavía y con un explosivo más fácil y más barato de obtener que el uranio.

A esta altura ya estarán sospechando a qué reacción me refiero, y también estarán sospechando qué tiene que ver con las estrellas. Pero para despejar dudas se los diré: la fusión nuclear. Reacción que, a diferencia de la fisión (que necesita núcleos atómicos pesados e inestables para dividirlos), se nutre de átomos livianos que se fusionan para dar origen a núcleos más complejos. Concretamente, átomos de hidrógeno. El elemento más simple.

Luego de la Segunda Guerra Mundial muchos físicos estaban abocados al estudio de la fusión para lograr bombas todavía más potentes. Nuevos descubrimientos, la confirmación de las ideas relativistas sobre la energía, la materia, nuevo instrumental y, sobre todo, nuevos cálculos predecían que, en condiciones de presión y temperaturas altísimas, los núcleos de hidrógeno (compuestos sólo por un protón) romperían las fuerzas nucleares que los mantienen separados unos de otros y, uniéndose (ya no químicamente…), liberarían energía en forma de radiación y partículas pero, además, dejarían como resultado un núcleo atómico más pesado; concretamente, de helio, que tiene dos protones, dos neutrones y dos electrones. Dos más dos, como quien dice.

¿Dónde podrían darse esas condiciones de presión y temperatura tan descabelladamente altas? Además de en una bomba termonuclear, en el centro de las estrellas. Hans Bethe (1906-2005), científico que trabajó en el desarrollo del proyecto Manhattan, fue quien perfeccionó los cálculos que desde hacía décadas sugerían que en el centro estelar los procesos de fusión de hidrógeno daban origen a la radiación solar. Por eso si vos preguntabas en 1947 de dónde salía la luz y el calor solar te hubiesen respondido esto: fusión nuclear. Aunque en astronomía esta reacción se conoce ahora con otro nombre, el de nucleosíntesis estelar.

Pero… si la fusión nuclear fue aprovechada acá para la fabricación de bombas, ¿por qué, entonces, las estrellas no explotan apenas iniciada la nucleosíntesis estelar? Les dije que no se olvidaran de Helmholtz ni de Laplace: la misma presión hacia dentro que eventualmente comprimió el hidrógeno hasta iniciar la fusión de sus núcleos evita, ya iniciadas las reacciones,que la estrella explote. Una fuerza, la de la energía nuclear, empuja hacia afuera y otra, la de la gravedad, comprime hacia adentro. Ese equilibrio hace que las estrellas no se desintegren.

Y para terminar

Dejando de lado, principalmente para no cansar, el hecho de que la investigación en física nuclear tuvo un empujón institucional, presupuestario y hasta político  dadas sus demoledoras aplicaciones bélicas en un contexto de conflicto global, es importante pensar a la fusión nuclear como el proceso que da origen a casi todos los elementos químicos más pesados que el hidrógeno.

Es que la nucleosíntesis estelar va más allá de la fusión de hidrógeno en helio, ya que este, a su vez, se fusiona con otros núcleos para dar origen a átomos cada vez más complejos (por ejemplo, el carbono, con seis protones, seis neutrones y seis electrones, o el oxígeno con ocho de cada uno, y así conforme se avanza en la tabla periódica).

En estrellas más masivas que el Sol la temperatura y presión son más elevadas, dando lugar a fusiones más complejas. Así, las estrellas, tan hermosas como se ven, posibilitan (en el caso concreto del Sol, y ojalá que en otras también) la vida gracias a su luz y calor pero antes, mucho antes, otras estrellas crearon las condiciones para que elementos más pesados y químicamente más complejos que el hidrógeno, el helio o el litio existan y pueblen nubes de gas y polvo que, recordando la hipótesis nebular, luego forman nuevas estrellas y planetas.

Sin las estrellas el universo no sería más que un compendio inmenso de nubes frías de gas.

Por eso es interesante notar que todo lo que nos rodea, todo lo que somos, lo que nos constituye químicamente, estuvo, alguna vez, en el centro de una estrella. Todos fuimos, alguna vez, parte de una nube de hidrógeno que colapsó sobre su propio peso y se comprimió hasta encenderse.


Eso es lo lindo. Lo malo es que ahora tenemos arsenales gigantes capaces de destruir este mundo usando el mismo mecanismo que eventualmente posibilitó su existencia. Yo, por las dudas, me despido hasta la luna llena.