Fue como ver el mapa desde el cielo cuando las nubes desaparecieron. Esa imagen fue el primer impacto de muchos que viví durante mi estadía en Islas Malvinas entre marzo y abril de 2016. De antemano sabía que el viaje era histórico. Por primera vez los excombatientes sanjuaninos iban a pasar un 2 de abril en las islas y yo tuve el privilegio de acompañarlos. 

Pero la importancia histórica del suceso se mezcló con un torbellino de emociones encontradas, al menos para mí. Me encontré con un pedazo de tierra que está a poco más de 400 kilómetros del continente argentino y que nada tiene que ver con nuestras costumbres, con nuestra sociedad, con nuestro país.

Escribir diariamente (fueron 8 jornadas de las 22 que duró toda la travesía) desde las islas fue un desafío espiritual, pero también tecnológico porque allí Internet es extremadamente caro. Recorrer los campos de batalla durante el día, trepar cerros, oler los restos de muerte teniendo a sus protagonistas a lado mío hizo aún más complicada la cobertura. Una sensación recurrente: yo era una extraña en un lugar que Argentina reclama como propio. Descubrí además que los isleños sufrieron tanto o más la guerra que nosotros. Que no se habla castellano, que no hay policías, ni basura, ni delitos, ni pobreza.

No fue fácil desenmarañar las historias, que aún hoy no comprendo. Y no hubo nada que pudiera alivianar el impacto de colocar mis manos sobre las tumbas de los sanjuaninos que yacen en Darwin. 

Este viaje significó para DIARIO DE CUYO una segunda vuelta. Para mí, poder palpar, sin filtros, los dos lados de una guerra que viví cuando estaba terminando la escuela primaria.

La tarea de los periodistas, en primera persona