Niquizanga no parece real. Las vertientes de agua repletas de berros dibujan el paisaje. Las montañas que la rodean están tapizadas de verde. Este pequeño oasis, que está en medio del desierto caucetero, a 32 kilómetros de la Difunta Correa, se convirtió en la salvación de Bermejo y El Puente, porque desde hace un tiempo los abastece de agua de vertiente mediante un acueducto.
"Nosotros les damos el agua", dicen los habitantes de Niquizanga, sabiéndose salvadores. Ellos saben que para estos parajes, cada gota de agua vale oro. Es por eso que sienten tanto orgullo de pertenecer a este lugar.
Al mismo tiempo de sentirse salvadores, los pobladores de Niquizanga saben también que necesitan de Bermejo para sobrevivir. Es que los chicos tienen que ir a la escuela que está allá, se abastecen gracias a sus almacenes y recurren a su puesto sanitario cuando alguien se enferma. Así, entre ambos parajes, diametralmente opuestos tanto en el paisaje como en el estilo de vida, se creó una relación simbiótica.
La abundancia de agua hace que Niquizanga parezca sacada de un cuento. Tiene grandes extensiones cubiertas con pasto, enormes estanques con agua cristalina, frondosas higueras y sauces centenarios. En medio de este escenario, la gente parece moverse sin tiempo. No hay más relojes que el Sol, que marca los distintos momentos del día. Ellos no se quejan por el mal estado del camino. No tienen luz eléctrica y dicen que tampoco la necesitan. Una heladera a gas y una radio a pilas es lo más cercano a la tecnología que hay en el lugar. Mientras que el único medio que tienen para movilizarse son los caballos y las carretas.
Por donde se la mire, Niquizanga, que es el nombre de un cacique, es un tesoro al que es muy difícil de acceder.