La cruz de 3 metros de alto, enclavada en la entrada a la capilla de Nuestra Señora del Carmen, está quebrada de cuajo. Quizás, por acción del viento y la erosión en el desértico paisaje de Punta del Agua, en 25 de Mayo. Allí donde se asentaron hace cientos de años los descendientes huarpes de San Juan, porque había una laguna formada en la desembocadura de los ríos San Juan y Mendoza. Esa laguna que les daba vida y que luego fue secándose paulatinamente, empezando a devorar de sed a las familias, la mayoría de las cuales fueron perdiendo hasta la identidad aborigen.
Ubicado a 80 kilómetros de la ciudad de San Juan, en dirección Sureste, el pueblo con casas de adobe, entremezcladas con algunas de ladrillo levantadas por los diferimientos a fines de la década del ’90, lucha por sobrevivir. Primero el algodón, luego los parrales y por último los diferimientos les brindaron una fuente laboral digna, pero sin querer se convirtieron también en la sentencia final para sus costumbres, según ellos mismos dicen.
"El agua era uno de nuestros mayores recursos y el orgullo del pueblo huarpe", dice "Nacho" Morales, integrante de la cuarta generación de una familia netamente aborigen. El muchacho recuerda, casi con lujo de detalles, las historias de su abuelo y las propias. Por ejemplo, cuando la última gran crecida del siglo pasado, a mediados de los ’80, este muchacho tuvo la dicha de compartir con sus mayores un paseo en balsa por la laguna. El último que se conoce por aquellos lugares, ya que el agua se fue.
Los caminos del pueblo ahora son sólo de tierra. En el ingreso quedan vestigios de ripio, que hace algunos echaron "para brindarles más posibilidades a los diferimientos", según dice Anacleto Videla. El resto de las calles, río abajo, ya son simplemente huellas de "tierra blanca": una suerte de talco que aumenta año a año, por la falta de lluvias.
Ya muy pocas familias conservan el arte ancestral de moldear la arcilla para hacer cacharros y vasijas. A los más viejos, que no consiguieron adaptarse al trabajo en fincas, les queda sólo poder salir al monte, escaso por estos años, para vender leña de algarrobo. "De vez en cuando viene alguien a comprarnos las carguitas que hacemos. Algunos nos pagan lo que quieren y otros nos dejan esperando que vuelvan para completarnos el pago", dice Tomás Videla, como resignado a su suerte.
Para estas familias antiguas, ya ni siquiera la cría de cabras les queda. Es que a la falta de agua de los últimos 30 años, se le sumó la llegada de los diferimientos que ocuparon los que eran sus campos de pastoreo. A los más viejos les queda sólo la esperanza de morir en la tierra que les dejaron sus mayores. Para los más jóvenes, los que se animaron a quedarse, quedan algunos sueños locos de que alguien quiera canalizar las aguas del río Mendoza para que resurja, aunque más no sea una pequeña parte, aquella vieja laguna que les dio vida.

