Ni bien ingresa un vehículo a Bermejo, en Caucete, una decena de niños corre a recibir a los visitantes. Como si fuese un ritual que hay que respetar a rajatabla, primero los guían hasta el santuario y luego les ofrecen desde folletos con la historia de San Expedito, hasta quesillo de cabra, pan casero y patay. Esta es una escena que se repite todos los días en el pueblo, que desde hace unos 5 años empezó a buscarle la vuelta para subsistir gracias a los promesantes que van hasta el santuario de San Expedito, ahora convertido en el corazón de Bermejo.

Más de 20 casas que están en plena construcción son la muestra más contundente de que los lugareños están apostando a quedarse allí, y que son capaces de vender al mismo tiempo una estampita y un chivo asado para sobrevivir. Todo para superar el destino fatal del pueblo, que hasta hace unos años era otro firme candidato a desaparecer, por el éxodo de sus pobladores.

La gran fiesta de San Expedito es en abril, pero la gente visita el santuario durante todo el año. Ingresan más de 50 vehículos por día, algo increíble para un pueblo que está a dos kilómetros de la ruta, con una huella de ripio y en malas condiciones. Además, está casi aislado porque no llegan colectivos hasta el lugar. Tampoco hay puesto policial. Esto sin contar que tienen luz durante 8 horas al día y el médico va una vez por semana.

A pesar de todo esto, Bermejo está resurgiendo. Al menos es lo que dice la gente del lugar. "Yo me dedico a vender pan casero. Me va bien y pude construir mi casita. Es cuestión de ingeniárselas", dice Alberto Quiroga, que amasa por día más de 30 panes para vender a la gente. Mientras que Manuel Fernández, un chico de 10 años, corre persiguiendo a los visitantes para venderles el quesillo que hace su mamá. Por ahora, a Manuel, lo único que le interesa es juntar plata para comprarse ropa y calzado para estrenar el día de la fiesta de San Expedito.

Los bermejinos están acostumbrados a vivir entre gente extraña. Dicen que les dan toda su hospitalidad a los promesantes para que vuelvan contentos. Es por eso que hay familias que son capaces de albergar en sus propias casas a esta gente, si la situación lo requiere. "Ya son parte del pueblo, aunque nunca más los volvamos a ver. Si hace mucho frío o llueve, como pasó el año pasado, uno no los puede dejar en la calle. Además, hay que ser realista, ahora nosotros vivimos gracias a ellos", dice Benito Arce.